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TARZÁN YA NO VIVE AQUÍ

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«Ahí nunca lo encontrarán», se tranquilizó María. No contaba con que enterrar un cadáver siempre es difícil. Mucho más si se hace en un terreno tan abrupto.

Lo encontrarán, pero ella no irá a la cárcel.

El niño llevaba un buen rato subido a la reja de uno de los balcones del puente nuevo. Miraba el campo allá abajo. Contaba las casitas que desde ahí le parecían de juguete, jugaba a encontrar personas por los caminos más lejanos, le parecían hormiguitas. Otras veces miraba a la gente asomada desde las ventanas o las terrazas del Parador de Ronda, pero donde más se entretenía era mirando las aguas del Guadalevín corriendo cien metros más abajo.

—¡Papá, papá, papá, papa!

—No grites, te tengo dicho que no grites.

—Hay algo, ahí abajo hay algo, papá, hay algo que brilla.

El padre se asomó y, tras un rato siguiendo las aceleradas indicaciones del niño, descubrió el reflejo. Era el sol, seguro, que, al impactar con alguna superficie pulida, tal vez un trozo de espejo roto devolvía un intenso rayo de luz parpadeante entre las hojas, al fondo del tajo.

—¡Quiero bajar a buscarlo, quiero bajar a buscarlo!

No fue la insistencia de su hijo, que nunca desistía de su empeño cuando quería algo, sino la extrañeza y el asombro de que las hojas movidas por el viento dejarán pasar el reflejo de luz con la misma cadencia, una y otra vez: corta, corta, corta, larga, larga, larga, corta, corta, corta, y vuelta a empezar. Sabía que era imposible, no podían un arbusto, el sol y el viento componer un mensaje, ni siquiera por coincidencia. Lo contó de nuevo y hasta diez veces, y en todas se formaba el mismo patrón. «No es posible, no es posible» pensó. Alguien estaba usando el código de ayuda que el aprendió en el curso de patrón de embarcaciones de recreo.

No debió haber bajado, y menos con el niño. Ojalá no lo hubiera encontrado, o al menos no lo hubiera tocado, pero bajó. Intentó memorizar una roca junta al arbusto donde se veía el reflejo, y cuando bajó tomando como referencia la base del puente se empeñó en encontrar la piedra. Lo hizo y halló el reflejo. El sol daba contra el lateral reluciente de un mechero Zippo cromado. ¡Qué suerte! El pensamiento se le esfumó cuando al cogerlo quedaron al descubierto los dedos de Tarzán.

Pocos de los casi cuarenta mil habitantes de Ronda dejaron de pasar esa tarde por la plaza de España. Casi todos se marchaban decepcionados enseguida ante el dispositivo policial desplegado para impedir el paso hasta el puente nuevo y permitir trabajar a los equipos de la policía científica, y los operarios que trataban de ubicar una gran grúa en mitad del puente.

La inspectora Elena Arunda Melero no necesitó esperar a la confirmación de las pruebas de ADN, ni a las huellas digitales. Nacida en Setenil de las Bodegas, vivía en Ronda desde los cinco años. Quiso ser policía por contrariar a su padre y demostrar a su madre que se podía ser mujer y algo más que ama de casa. Después de destinos en Sevilla y Almería, no desaprovechó la primera oportunidad de ir a una comisaría de pueblo, su pueblo, en contra de lo que le decían sus amigos, y del Comisario Flores, su mentor en Almería:

—Apunta alto, Elenita, tú llegaras lejos, hazme caso.

No se lo hizo, pero llegó a donde quería llegar, a la ciudad de Ronda, donde conocía a todo el mundo.

Como inspectora jefa le competía organizar y asignar las tareas de investigación, pero no lo hizo. Lo asumió directamente, si no se equivocaba no iba a necesitar mucha ayuda. Cuando abrió la bolsa negra que iban a meter en la furgoneta los compañeros que tras varias horas de trabajo levantaron el cuerpo y lo izaron hasta el puente, reconoció inmediatamente a José Maldonado, alias Tarzán. A esas horas toda Ronda hablaba del suceso y del atasco de coches que salía de Ronda hacia la carretera de San Pedro.

La inspectora Arunda tuvo que insistir en casa de María. Alternó el timbre con los nudillos hasta que la puerta se entreabrió dejando ver media cara por la que caía una melena lacia y corta de cabello negro.

—Soy yo, Elena, ¿me recuerdas, María?

—Sé quién eres, Arundita, la empollona del instituto.

—Abre la puerta, necesito hablar contigo de tu novio José.

—Tarzán ya no vive aquí.

—Lo sé, pero está muerto, acabamos de recoger su cadáver del fondo del tajo. Tal vez quieras contarme algo.

—A mí que me cuentas. Yo me alegro, claro que me alegro, pero yo no he sido. Si hubiera tenido la oportunidad lo habría hecho, ese cabrón mató a mi hijo.

—¿Puedo pasar? Esta charla no va a ser oficial, lo que hablemos no constará en ninguna declaración, ni se usará para inculparte.

Dos horas más tarde la inspectora abandonó la casa convencida de la inocencia de María.

Transcurrieron nueve meses de trabajo hasta que concluyeron que no tenían nada para inculpar a María, única sospechosa, ni a nadie más de quién sospechar. Tenían las huellas de José, y del incauto que lo encontró, en el mechero. El lugar del enterramiento limpio de todo rastro después de las intensas lluvias de la semana anterior a la muerte. Y el informe del forense que concluyó que el fallecimiento fue causado por perforación del corazón y contusión pulmonar, suficiente para causarle la muerte instantánea y sin sufrimiento; aunque también presentaba ruptura de la estructura craneal y múltiples abrasiones y hematomas, lo que en conjunto permitió deducir que el finado se había precipitado desde gran altura, el puente, he impactado contra una superficie dura, la roca, lo que le condujo a una de las formas más rápidas de morir. Ninguno de los entrevistados aportó nada más allá que un preciso recuento de la cantidad de alcohol que llevaba Tarzán en el cuerpo, confirmado por la autopsia y por los varios camareros que le sirvieron durante la tarde. Sobre María solo supieron lo que confirmaron sus compañeras del supermercado: después de la cena de despedida de Carolina, la que se jubiló, no quiso apuntarse a las copas y se marchó sola alrededor de las doce. Lo atestiguaba la única imagen que habían conseguido de la cámara de la puerta principal del Parador de Ronda: María pasaba a las 00:36 horas en dirección al puente nuevo, la dirección lógica para llegar a su casa en la Cuesta de Santo Domingo. Elena guardó los documentos, cerró la caja y guardó el expediente en el armario de casos pendientes.


Tarzán la vio llegando a la entrada del puente, empezó a chillar, le silbaba y le gritaba farfullando:

―Mari, cariñó, ven, te estaba esperando.

Estaba sentado sobre el pretil de piedra del puente. María se acercó dónde estaba él.

—Así, ven, preciosa, muy bien ―balbuceaba―. Tienes que volver conmigo, yo no quería pegarte, fue la rabia, me dio mucha rabia, me tiraste el vino al wáter. Perdóname, cariño, yo no sabía que estabas embarazada.

―Te perdono ―le dijo, ya delante de él.

Tarzán abrió los brazos, pero no llegó a cerrar el abrazo. María apoyó sus manos en el pecho de él y presionó suavemente. Luego se dirigió hacia el final del puente y giró a su derecha por calle Tenorio, buscando el camino del Tajo.



F. Javier Morillo



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