Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al anterior. Llevaba ya varios meses sin llover y eso se iba notando, no solo en las cosechas cada vez más escasas, sino también en el carácter de los habitantes de aquella remota aldea a orillas del río Tembés.
Sus pobladores, antes amables y risueños, ahora se comportaban como si residiesen en una gran metrópolis fría y hostil. Donde nadie conoce a nadie y todos se miran con desconfianza. Pasaban los días y los periódicos se llenaban de noticias que narraban riñas entre vecinos. La mayoría de ellas por motivos que a ojos de un foráneo parecían pueriles y sin sentido, pero que para sus protagonistas constituían el mayor de los agravios.
Parecía como si de repente hubiesen resucitado los fantasmas del no tan lejano pasado colonial. Ese del que nadie quería hablar. Unos por miedo y otros por vergüenza. Solo algunos abuelos se atrevían a contar a sus nietos las barbaries sufridas bajo el dominio belga. Contaban sus historias con voz tenue y temblorosa, como temiendo que si alzaban la voz, el horror volviese a formar parte de la cotidianidad. Y así ese pequeño paraíso que poco a poco habían logrado recuperar se perdiese de un plumazo, tal y como había acaecido cincuenta años atrás.
Iván recordó de repente las palabras de su abuela. Ella siempre decía: la lluvia limpia la atmósfera y arrastra la tristeza de nuestros corazones.
Anhelaba la lluvia y el frío de su Galicia natal y, aunque nunca lo hubiera admitido ante su familia, deseaba que pasaran rápido los dos meses que faltaban para finalizar su contrato como profesor auxiliar de castellano. Echaba de menos su terruño y poder abrazar a los suyos. Llevaba mucho tiempo fuera de casa y necesitaba sentirse de algún lugar, dejar de ser el extranjero.
Sabía que Burundi era un destino seguro, pero el auge de los nacionalismos le daba que pensar. Ante esas circunstancias hubiera preferido no ser europeo.
Dunia Hamed
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