En primavera, cuando decidí escribir, lo primero que hice fue hacer una lista. Así era yo, metódica, disciplinada; yo iba a convertirme en una escritora coherente. Eso me repetía a mí misma cuando empecé a amontonar libros que debía leer, a llenar documentos de Word con enlaces a bibliografías y tutoriales de YouTube sobre cómo escribir. Esto ocurría en primavera y para julio, con un calor sofocante, me di cuenta de que estaba bloqueada.
—A ti lo que te pasa es que tienes parálisis por análisis —me dijo mi amigo Enrique.
Enrique era lo contrario a mí. Se dejaba llevar por el instinto y no por la racionalidad.
—Además tu lista, perdona que te diga, te has hecho un canon que ni Bloom. Mucho escritor occidental, varón, blanco. Mucho clásico griego y algo nórdico. Es un tostón.
—Perdona, pero he incluido también La vegetariana de Han Kang.
No lo convencí, no me convenció. Hice una nueva lista esta vez de escritoras africanas, latinoamericanas y asiáticas. Estábamos ya en diciembre y seguía bloqueada.
Un sábado por la mañana escuché en la radio una entrevista a Chuck Palahniuk. En ella habló de su maestro Tom Spanbauer y su método de enseñanza, y sobre todo, habló de Amy Hempel. Aquello me interesó e hice una lista de libros de los tres autores y, lo más gracioso, empecé a leerlos. Spanbauer decía que todo lo que escribimos debía brotar de la propia experiencia y que él, en clase, la única obra que analizaba con los alumnos era En el cementerio donde Al Jonson está enterrado de Amy Hempel. En febrero mi tiempo libre estaba exclusivamente dedicado a releer ese relato y a plantearme cómo podía yo aplicar mi experiencia a escribir algo decente.
—Si te pasas el día haciendo listas, si no haces más que leer En el cementerio donde Al Jolson está enterrado, no vas a tener experiencias de vida sobre la que escribir —me dijo Enrique.
Es verdad, pero también es cierto que mi forma de vida es esa: obsesiva, estructurada, basada en datos. Mi afán de control y perfección es mi peor enemigo, lo sé, pero no puedo hacer nada, no puedo cambiar. En el fondo, me siento atrapada y ahora, de nuevo en abril, pero del año siguiente, veo que mis ganas de escribir no se deben tanto a que quiero ser escritora, sino a la necesidad encontrar una vía de escape, de vivir las vidas de mis personajes ya que no puedo vivir la mía propia. Se lo conté a Enrique.
—Ah, por fin has descubierto que todos los humanos somos imperfectos, tú incluida.
Como siempre, Enrique llevaba razón. Me propuse que esta vez no iba a hacer ninguna lista de mis defectos, sino que iba a escribir sobre ellos. Empezaría una historia sobre mi incapacidad de escribir. La primera frase diría: “En primavera cuando decidí escribir, lo primero que hice fue hacer una lista”.
E. García
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