Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al anterior. Por mucho que hacía, se repetía una y otra vez la misma rutina: me levantaba, comía algo y me sentaba en el escritorio del despacho, frente a la hoja en blanco, hasta que volvía a entrarme hambre.
Me pasaba horas y horas allí, buscando hasta en lo más recóndito de mi mente una pizca de inspiración. Me esforzaba tanto que parecía que quería exprimirme el coco como si de una naranja se tratase, aunque, con el ceño así fruncido, acababa pareciendo más un tomate. Como acostumbraba a hacer, salí a pasearme por aquel paraíso rural en el que me había instalado en busca de paz. Yendo de aquí para allá, en busca de distracciones que no me hicieran volver a pensar en aquella maldita hija en blanco.
Caminaba por el bosque, por la pradera y acababa volviendo al pueblo para comprarme un tentempié en el mercado colonial. Al final, aquello me reconfortaba más que permanecer frente a la hoja, manteniendo un duelo de miradas con aquel objeto inanimado y esperando que, por arte de magia, el boli se moviera solo y crease algo.
Sin embargo, cuando pensaba que por fin había encontrado la orilla de la inspiración, tan solo se trataba de un espejismo en aquel desierto. Continuaba la sequía.
Mónica Aguilar Macías.
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