En primavera, cuando decidí escribir, lo primero que hice fue hacer una lista de antiguos amigos a los que extrañaba.
En mi huerta, los naranjos estaban en flor. El blanco azahar perfumaba los campos con un aroma dulce e intenso. Yo estaba en el porche recordando a Edorta, mi amigo el poeta. Era el primero de mi lista. Recordé que le había conocido, treinta años atrás, en una conferencia sobre derechos humanos, cuando vivía en Bilbao. Entonces yo tenía veinte años. Edorta, algo mayor, tenía una ponencia en griego, sobre la libertad en la Grecia clásica. No había traductor, nos dieron un libreto con la traducción al castellano y para mi sorpresa vi que era un bello y largo poema.
Edorta era un hombre culto, había estudiado lenguas clásicas y era profesor en la Universidad. Me acerqué a la mesa de los ponentes cuando el acto finalizó para que me firmara el poema. Así nos hicimos amigos. Con él descubrí el viejo Café Iruña, que ahora luce impecable, con el suelo restaurado y la azulejería sevillana, imitando la Arquitectura Musulmana. En los años ochenta, el Iruña, era refugio de poetas, escritores y curiosos que gustaban pasar la tarde, rodeados de esa belleza decadente.
Edorta fue mi mentor, me aconsejaba que libros leer, se reía de mis miedos y siempre me regalaba libros. Cuando lo conocí mejor, descubrí una parte frágil, en esa brillante cabeza. Lucia, la vegetariana, una de sus extrañas novias, me hizo ver que Edorta tenía una atracción fatal hacia mujeres inestables. Quizás, su parte creativa necesitaba un cierto dolor para estar inspirado.
Dejé de verle durante un tiempo, pero en mi biblioteca siempre han estado sus poemas. Edorta murió en la cama, su corazón se paró en una siesta de abril hace ya diez años. Poco antes me visitó en el sur, también era primavera y olía a azahar. Quizás por eso hoy le he recordado.
Maite Torres
Komentáře