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EL ESPEJISMO

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Se mudaron muchas veces de un lugar a otro hasta que su padre encontró al fin un sitio que le complacía lo suficiente como para abandonar el mar que tanto amaba. A causa del fastidioso dolor de huesos que padecía, había tenido que solicitar un puesto en tierra y ahora era conocido por todos como teniente Norrinson, y no por almirante. El lugar elegido resultó ser una isla remota del Caribe cuyo nombre original ningún colono era capaz de pronunciar. Los marineros contaban que el primer inglés que llegó a aquel paraíso en mitad de aquellas turquesas aguas, creyó haber llegado al mismísimo cielo, por lo que decidió llamarla Puerto cielo.

Su madre perdió la vida en el parto y debido al cargo de su padre, Olga había pasado toda su niñez en el mar, viajando de puerto en puerto por el nuevo mundo. A su corta edad, se jactaba de haber vivido más aventuras que cualquiera de su edad. Sin embargo, anhelaba en secreto la compañía de un amigo pues las historias perdían bastante si no conocía a nadie a quien contárselas. Por eso, cuando el galeón arribó a puerto y contempló el lugar que se convertiría en su nuevo hogar, supo que su suerte había cambiado.

Lo primero que hizo cuando llegó a la elegante casa que la marina inglesa les había proporcionado fue contemplar desde su balcón la deslumbrante vista. Era de noche, pero supuso que aquel oscuro firmamento lleno de brillantes estrellas sería mucho más impresionante por la mañana. Hizo a un lado el cofre con todas sus pertenencias, se deshizo del pesado vestido que llevaba y en enaguas se dejó caer en la mullida cama hasta que el sueño la venció.

Cuando despertó, no supo cuánto tiempo había transcurrido, se sintió perdida al no reconocer aquella nueva alcoba a la que aún no se había acostumbrado. Parpadeó un par de veces y se frotó los ojos para serenarse un poco, se incorporó en la cama y miró hacía la ventana. La luna bañaba toda la estancia con su plateada luz, dándole un desconcertante aspecto siniestro a los pálidos muebles, las sombras se alargaban proyectando formas desiguales en los muros. Olga se recostó y se giró hacia el otro lado nerviosa, ya había tenido esa sensación antes. La oscuridad no le gustaba y a veces se sentía incómoda en su presencia de modo que decidió cerrar los ojos y seguir durmiendo hasta que un sonido a su espalda le sobresaltó. Abrió los ojos. Junto a la mesa del tocador un enorme espejo de los de antaño reflejaba en su superficie la blanca cama de dosel en la que yacía. Lucía encogida, abrazada a sus piernas en una postura casi fetal con el miedo tatuado en las pupilas. Tragó saliva y se estiró avergonzada por tan infantil comportamiento, justo cuando estaba a punto de cerrar los ojos, el ruido volvió y esta vez no paró. No fue capaz de mover un solo músculo, el ruido de las cadenas retumbaba contra la madera del suelo seguido de unos pasos lentos e imprecisos. A su mente vino el recuerdo de una historia que contaba un marinero del último barco en el que había estado. Aquel infeliz decía que durante el tiempo que había pasado en una cárcel de España había visto a un reo que habían ejecutado por la mañana visitarle en sueños. «Las almas errantes siempre vuelven a terminar aquello que empezaron», decía mientras toda la tripulación se reía de él.

Si había algo en lo que Olga Norrinson no creía era en historias de muertos vivientes. Por lo general los marineros eran muy supersticiosos, pero ella solo creía en aquello que era capaz de percibir con sus sentidos. «Debo de estar soñando», se dijo a sí misma, sin embargo se sentía bastante despierta. Los pasos cesaron, no obstante, la ansiedad de la muchacha se enfatizó. «Debo de estar soñando», volvió a repetir; y como si le hubiese leído la mente una huesuda mano apareció por detrás hasta cerrarse sobre su hombro. Notó el frío tacto, el peso caer sobre su piel desnuda, pero, sobre todo, fue el escalofrío que le siguió lo que acabó por corroborar que aquello era real. Cerró los ojos con fuerza como si de esa forma se librara de vivir aquella situación, para cuando los abrió el reflejo del espejo le devolvió la imagen de un hombre sobre su cabeza. Era viejo, flaco y demasiado pálido como para pertenecer al mundo de los vivos. Se acercó a su oído y le susurró: «He venido a por ti, Norrinson», y luego desapareció como si se tratase de un espejismo.


Enola Roth

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