Pintora: Angélica Martos
Escritora: L.M.
Angélica pintó este cuadro con la intención de que un alumno de escritura lo relatara. Aquí podéis ver el resultado de ambos trabajos de libre creación.
La mañana era soleada. Aún no se encontraba bien, le dolía la garganta porque había pasado toda la noche con fiebre. No se lo quería decir a su madre, sentía calor en la piel.
—¡Mamá, Mamá! ¡Me quemo!
María fue corriendo escalera arriba. No sabía lo que ocurría, abrió la puerta de la habitación. Fue hacia él.
—¿Cariño que te ocurre?
—¡Me quema la piel!
María cogió el termómetro que asomaba del cajón de la mesita.
En un pispás se lo puso debajo del bracito, luego lo acunó en sus brazos. Estaba ardiendo, ¿cómo se había quedado dormida? Esa mañana era especial habían quedado para ir a la playa con los amigos, querían celebrar las buenas notas: el año había sido duro.
Le costaba concentrarse, sobre todo en matemáticas, no conseguía aprobar los exámenes, por eso tuvo que apuntarse por las tardes a la academia de la Señorita “Pepi”. Ella sabía como tratar a los niños especiales. Al terminar el curso Iván fue a recoger sus notas: había superado el curso. Se sintió tan satisfecho que fue corriendo a ver a su madre para enseñárselas. María se sorprendió, no se lo podía creer. ¡Había aprobado! Como premio le propuso celebrarlo con sus amigos en la playa.
Todo estaba planeado, él llevaría los sándwiches que tanto les gustaban a todos, los de Nocilla. Los prepararía él mismo, soñaba despierto.
Cuando miró a su madre le preguntó:
—¿Mami tengo fiebre?
—Sí, mi niño, tienes que tomarte una pastilla o no podrás ir a celebrarlo con tus amigos a la playa —le dio un beso en la mejilla.
—¡Mami no me gustan!
—¡Ya lo sé! Ya verás, la meteremos en un vaso de agua para que se disuelva, así te la podrás tomar mejor.
El niño cogió la pastilla que tenía María en las manos, la puso delante de su cara y se quedó mirándola, era enorme, casi como la mitad de su dedito. Sus ojos lo decían todo, cuando se le arrugó la frente, le cayó una lágrima por la mejilla.
—¡No, mami, no quiero!
Al final consiguió que se la tomará.
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Yo tenía seis años. Mi pelo era tan rubio como el sol, aunque no compaginaba con mis ojeras. Mis labios temblaban, sentía como mis vellos se erizaban al ver alguna pastilla, les tenía pánico, mi madre no lo entendía aún. Con el paso del tiempo comprendí porque rechazaba las pastillas, porque pasaba tanto tiempo llorando y malhumorado. Siempre estaba en las nubes, soñaba despierto. ¡Cómo no! Tanta dificultad para el aprendizaje. Padecía una enfermedad llamada T.D.A.H. o trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Era debido a un mecanismo de acción alimentaria alérgica, conservantes de alimentos. Corrigiendo mis hábitos de alimentación y una dieta especial, pude recuperar una vida normal. Incluso superé muchos obstáculos gracias a esta enfermedad.
Hoy en día soy pediatra en un hospital. El Director, a veces, me llama para decirme que no dedique tanto tiempo con cada paciente. Solo lo miro y le sonrío. A mi memoria me viene aquel verano en que me sentí protegido en brazos de mi madre, por miedo a tomarme una pastilla.
Cuando veo a los niños solos en las habitaciones del hospital, me sale mi vena solidaria. Cojo mi mochila y meto la mano dentro de ella para sacar mi disfraz de Superman. Cuando ya estoy con el puesto, entro en las habitaciones de los niños con el puño como si fuera a volar.
—¡Aquí estoy!
En ese momento solo se escuchan risas y carcajadas, se olvidan de sus enfermedades. Sé que me están esperando. Ese tiempo es el que siempre hecho demás. No solo receto pastillas para el cuerpo, también animo a esa alma dormida a volar como Superman. Yo también fui niño.
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