Escritora: Miriam Benezra
Pintor: Daniel Dobson
Miriam escribió este relato con la intención de un alumno de pintura realizara la obra gráfica. Aquí podéis ver el resultado de ambos trabajos de libre creación.
Recuerdo cuando éramos pequeños y jugábamos en el patio del colegio. Los niños jugaban a levantarnos las faldas o a tirarnos de las trenzas. Nuestras madres nos decían que era porque en realidad les gustábamos, pero yo sabía que a él le gustaba de verdad, porque me trataba como a una igual.
En invierno, cuando llegaba la tarde, mi madre me llevaba a su casa a jugar. Debíamos dar toda la vuelta al bloque de casas. Yo siempre miraba el cortijo del barrio con rabia, deseando que abrieran ahí una carretera que conectara su calle y la mía porque así tardaría menos en llegar donde él estaba. En su cuarto tenía varias cajas enormes llenas de Legos que había heredado de su hermano mayor. Las paredes estaban pintadas de azul cielo. Nos pasábamos la tarde construyendo cosas, creando personajes y viviendo aventuras sin salir de su pequeña habitación, que se había convertido en un paraíso. Su madre nos preparaba la merienda y siempre nos la servía con una cálida sonrisa en los labios. Yo quería mucho a esa mujer. Cuando llegaba la hora de cenar mi madre me recogía, pero yo nunca estaba triste porque sabía que al día siguiente le vería en el colegio.
En ese momento probablemente no lo entendía. No podría haberle puesto nombre ni aunque hubiese querido. Pero se me erizaba la piel cuando su mano rozaba la mía, mis mejillas se sonrojaban cuando nos mirábamos fijamente, y mis labios formaban una enorme sonrisa cuando los maestros nos ponían por parejas en el colegio porque éramos inseparables. Me gustaba ser su compañera. Descubrí lo que era el cariño, la emoción, la felicidad, la timidez, y las mariposas vivieron en mi estómago mucho tiempo. Descubrí lo que era querer a alguien.
Luego llegó el instituto. Se acabaron las aventuras. Se acabaron las tardes en las que jugar era lo más importante. Y esos cuatro años pasaron por encima de mí como un tren a toda velocidad. Los recuerdos de los pasillos fríos se confunden con los del ardor de los ojos. Sentí mi niñez escaparse de mis manos y con ella todas las personas que habían sido tan importantes. Mis amigos del colegio. Mi primer amor. Me cambiaron de centro y no volví a saber nada más de ellos. A veces recordaba esas tardes de lluvia en la habitación azul, pero no me atrevía a averiguar qué era de él. Y cuando me mudé, del Sur al Norte, en un intento desesperado de reconstruirme a mí misma y buscando un lugar en el que me sintiera en casa, descubrí que ese lugar había estado dentro de mí todo este tiempo, pero yo no había sido capaz de verlo. Hasta ahora.
Ahora había vuelto al pueblo y todo parecía congelado en el tiempo. El instituto tenía las mismas paredes grises y el mismo aspecto carcelario. La señora que trabajaba en el supermercado era la misma, y seguía siendo antipática. Mis vecinos seguían siendo los dueños de la papelería y estaban muy felices de volver a verme. La biblioteca seguía siendo igual, con esos focos de fluorescentes que hacían que todos lo que fuera blanco en la sala brillara. Y cuando entré, me senté como siempre cerca de la ventana. Coloqué mi portátil, mis libros y me puse manos a la obra. Levanté la vista, y tres mesas más adelante había un chico que me miraba. Tardé unos segundos, pero me di cuenta de que era él. El niño con el que había pasado tantas horas jugando. El niño con el que había sentido amor por primera vez. Y ahora no era un niño. Ambos habíamos crecido y nos habíamos convertido en dos adultos que no se conocen, pero tienen miles de recuerdos en común. Le sonreí y él me devolvió la sonrisa. Y me quedé pensando en lo bonito que sería tener un motivo para cruzar la carretera que habían construido a través del cortijo.
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