En primavera, cuando decidí escribir, lo primero que hice fue hacer una lista.
No era una lista corriente y moliente como las que hacen las demás hormigas para apuntar la comida que haga falta para el invierno o para acordarse de hacer las tareas de la colonia. No, aquella era mi lista especial. Mi lista de deseos del verano. Cada primavera la pensaba y redactaba por escrito todas las cosas que quería hacer antes del blanco y frío invierno. Anotaba nuevas zonas que explorar, aventuras que repetir, amigos a los que reencontrar y comidas que disfrutar.
La primavera pasada me decanté por visitar el campo de amapolas más allá de los “Palos Cruzados”. Una zona que no estaba permitida incluso para las hormigas exploradoras. Territorio desconocido. Pero no por mucho.
—No deberías ir, Griselda, ya sabes lo que dicen del “Otro Lado” ...
—¡Paparruchas! Esa vieja leyenda de abuelas no tiene sentido y tú lo sabes.
—Es cierto... Pero... El polvo...
—Mira, Pristina, si fuese verdad que al otro lado todo cubierto de un polvo mortífero los zorros no volverían y las amapolas se marchitarían. ¡Están vivos como tú y como yo!
Y sin dar oportunidad a réplica me puse en camino hacia los “Palos Cruzados” acompañada por el cálido Sol del verano.
Llegué sin mucho percance a lo alto de la “Raíz del Olmo”, desde donde pude divisar la barrera y el “Otro Lado”. Tras un entramado de gigantes barras grises se apreciaba un inmenso oleaje de tallos verdes y coloridos bulbos, meciéndose en el vaivén de la brisa. Cogí aire y reemprendí mi camino. Antes de que me diese cuenta, me encontraba bajo los “Palos Cruzados”, cuya extensión escapaba a la vista. Y me adentré en aquel bosque de tulipanes cuando la luna comenzaba a asomarse por encima de ellos, llena y resplandeciente.
En mi camino me encontré con un claro en el que las flores no se atrevían a entrar, ocupado únicamente por un hueco tronco. Entré en él y pasé la noche regocijándome en que tenía razón y Pristina no. Aquello era un paraíso de colores del que solo yo podía disfrutar.
A la mañana siguiente, me despertaron los chillones vociferios de dos humanas que pasaron riendo entre las flores. Yo sabía y sigo sabiendo el idioma de los humanos, creo que se llama “griego”, y esto fue lo que dijeron:
—¡Qué suerte que tu padre tenga este campo de flores, Helena! ¿De dónde dices que las ha traído?
—Del norte Penelope, muy del norte. Ojalá poder tumbarse en ellas todos los días.
—¿Por qué? ¿Es que acaso no puedes?
—No, porque mi padre las rocía con veneno para que los animales no se las coman. Pero esta semana ha hecho una excepción por nosotras.
Y se perdieron las dos tan rápido como vinieron entre el océano de amapolas.
Ahora entiendo el origen de las leyendas y los peligros que aguardaban. Volvía a casa con historias emocionantes, explicaciones y una que otra leyenda más de gigantes jugando sobre mares de flores.
Con respecto a la lista del siguiente año, creo que buscaré algo emocionante, pero con menos riesgo, la suerte me acompañó aquella vez. Quiero probar a ser vegetariana. Eso estaría bien.
José Francisco Cuevas Retamero
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