Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al anterior. El otoño pasó tan seco como el verano, aparecían las nubes negras amenazando con lluvia y tormenta, pero siempre se iban sin dejar nada de agua. Los campos estaban secos, casi desiertos, no había hierba para el ganado ni vegetación.
Aquel paraíso que siempre fue el prado donde yo vivía se estaba convirtiendo en un pedregal sin plantas ni flores. Los veneros, ríos y fuentes quedaron vacíos y los campesinos no tenían con que regar sus huertos.
El otoño dio paso al invierno, con las mismas pocas esperanzas de lluvia, ni siquiera la Navidad nos la trajo, a pesar de que muchos seguro que se la pidieron a Papá Noel. Pero el agua es un regalo que solo piden los más mayores y Papá Noel prefiere hacer felices a los niños antes que a los padres. Además de que sería muy complicado transportar agua en un trineo, volando entre las nubes y mucho más estando ellas en huelga.
En fin, que todos fuimos dejando las esperanzas de lluvia para el invierno que llegaba y empezamos a pedírsela a los Reyes Magos que, igual como venían de allá de la otra orilla del mundo, traían algo, aunque fuera en el vientre de los camellos.
Y así fue, una vez que pasaron las Navidades, fin de año y los Reyes, el invierno se portó como se esperaba de él y nos trajo la tan deseada lluvia. La tierra bebió cuanto quiso y en poco tiempo broto de nuevo la hierba, las plantas florecieron y formaron un colonial paraíso entre margaritas de diversos colores y otras variedades, entre arbustos, cardos y flores.
Y así fue como yo volví a ser feliz en mi prado, con mis ovejas, mis cabras y mis vacas lecheras. Sí, porque cada uno es feliz a su manera, y yo soy feliz así, oliendo a tierra mojada, viendo correr el agua por los arroyos y ríos, aunque a veces me cueste cruzar de orilla a orilla y me tenga que remangar y quitarme las zapatillas.
José Moreno
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