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JUGO DE TARÁNTULA

escrituraupmijas

Pintor: Daniel Dobson

Escritora: Enola Roth


Daniel pintó este cuadro con la intención de que un alumno de escritura lo relatara. Aquí podéis ver el resultado de ambos trabajos de libre creación.

Aquella mañana el pueblo amaneció sumido en una intensa nube de polvo que no te permitía ver más allá de un par de millas, ni siquiera se podía adivinar el enorme tejado del rancho de los Mckein desde la calle principal. Aquella mañana, me había levantado con el pie izquierdo. Desde bien temprano las cigarras no cesaban de chirriar, y el calor era tan sofocante que el infierno se antojaba como el mismísimo paraíso. El clima árido y la sequía estaban haciendo estragos en el humor de los habitantes de Jackson Ville, que veían como los niveles del aljibe local bajaban estrepitosamente cobrándose la vida de su ganado. Ni un solo comerciante había transitado por aquellas tierras en meses, la desgracia se sumía en aquel nido de ratas y nadie parecía querer hacer nada al respecto. En su lugar, los más audaces se atrevían a adentrarse en el territorio de los indios para robar lo poco que aquellos malnacidos pudiesen tener como si de ese modo todos los problemas del pueblo se acabaran ¿Y qué hacía el sheriff? Pasearse por las calles con el revolver en el cinturón mientras mascaba tabaco mejicano y perseguía a las señoritas como un perro salido.

¿Y qué podía hacer yo? Callarme. El viejo Jackie no solo era el sheriff del pueblo, sino que también era mi mejor cliente, se gastaba todo lo que ganaba en mi salón. Bebía cantidades ingentes de licor de zarzamora que él creía refinado alcohol escocés. También solía dar buenas propinas a las féminas y a menudo visitaba con demasiada frecuencia los aposentos de la señorita Pierce, la única bailarina de cancán que realmente sabía bailar. Por supuesto todo a espaldas de su mujer, la conservadora señora Moore que pasaba todo su tiempo en la iglesia. Pocos sabían que en realidad la mujer del Sheriff asistía a misas a puerta cerrada con el párroco y no precisamente en suelo sagrado. Ambos atufaban a establo cuando venían a media mañana a refrescarse al salón. Como tabernero estaba al tanto de todo lo que allí se cocía, pero a menudo la carga de tantos secretos me pasaba factura.

Ante tan inhóspitas circunstancias en las que se hallaban todos los habitantes, el único consuelo que podían permitirse aquellos inútiles era una jarra de cerveza y yo, era el único que podía servírsela. Por eso, en lugar de holgazanear como el resto a la espera de que pasase la tormenta de arena, aquella mañana abrí el salón como cada día mientras el resto de tugurios permanecían cerrados. La cantina no había permanecido impasible ante la falta de recursos, sin embargo, yo tenía mis métodos para conservar la clientela. Lo único que hacía sobrellevar las miserias a la gente era el alcohol y en aquellos momentos Jackson Ville no podía permitirse quedarse sin el único soplo de esperanza que existía. Por eso llevaba meses mezclando los últimos barriles de whisky y tequila que me quedaban con vino de cactus, y licor de zarzamora fermentado. Últimamente, había optado por mezclar directamente amoniaco y aguarrás con pólvora y azúcar quemada. Le había llamado a tal experimento «jugo de tarántula» para atraer adeptos porque estaba casi seguro de que nadie en su sano juicio iba a pagar por una copa de aguarrás. No solo nadie puso objeciones ante el fuerte sabor de la bebida, sino que además tenía clientes que la preferían al «Whisky escocés». Otra de las cosas que había aprendido era que contra más fuerte fuese el licor, más duros se sentían los hombres que lo bebían y mejor aceptación social tenían en el pueblo.

Aquella mañana, el sol no brillaba, aunque la oscuridad siempre había reinado dentro de la cantina en el exterior, las densas nubes que cubrían el cielo proyectaban una luz deslucida y mortecina. Aquel día, ni las alegres notas del acordeón ni el ritmo frenético del piano animaban la estancia, aún así los lascivos berridos que el público masculino dedicaba a las bailarinas permanecían constantes. Billie el niño y el resto de cowboys estaban jugando al póker en la mesa del fondo cuando Jerry Mckein llegó. Se sentó en la barra y soltó un par de monedas sobre la polvorienta madera sin mediar palabra. Le serví una jarra de «Jugo de tarántula» y me dispuse a recolocar unas botellas junto a la ventana trasera con la esperanza de apaciguar el fuerte hedor a estiércol que destilaba el hombre. Fue entonces cuando los vi. Joe la comadreja balbuceaba algo indescifrable mientras Jackie Moore le apuntaba con el revolver.

— Tranquilízate Joe, no voy a repetirlo —le dijo el sheriff con un dedo en el gatillo del revolver.

Joey o la comadreja, como los suyos le llamaban, sostenía su arma con ambas manos, parecía no decidirse a disparar. A pesar del temblor en sus hombros, no aparentaba estar borracho, sin embargo, era imposible descifrar que le pasaba por la cabeza debido al ancha ala del sombrero que cubría su rostro.

—Tu...mujer es una cornuda... pero tú eres el más cornudo de todo el pueblo, todo el mundo sabe lo que hace en la iglesia. —El rostro del sheriff pareció crisparse, aunque enseguida guardó la compostura y volvió a usar el tono autoritario que tanto le gustaba.

—¿Qué diablos dices Joey? ¿Qué bicho te ha picado? Baja el arma de una vez. —le espetó un tanto más contrariado de lo que pretendía parecer. Aquel mestizo le había dado donde dolía y le costaba seguir manteniendo el tipo.

—No, tú me lo has quitado todo y ahora también quieres quitarme a Diana —escupió haciendo gala de su fuerte acento extranjero.

— ¡No sé de qué diablos estás hablando Joey pero empiezas a cabrearme! —le gritó Moore que comenzaba a perder los nervios. La comadreja hizo oídos sordos y prosiguió con sus acusaciones.

—No te bastó con arrebatármela ¿Verdad? Tenías que seguir haciéndome la vida imposible. — Moore sonrió fríamente.

—La señorita Pierce es libre de elegir a quien quiere en su lecho ¿No crees?

—Te diré lo único que ella necesita de ti, el oro que robas a mi gente.

La comadreja cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y luego sujetando el arma con una sola mano se aproximó al sheriff que instintivamente retrocedió un par de pasos en la otra dirección. Aquella educada charla no iba a tardar demasiado en dejar de serlo de modo que me decidí encenderme el puro que tenía reservado para el final del día ya que aquella ocasión sin duda lo merecía.

—Pues juraría que anoche no buscaba precisamente el oro en mis pantalones.

Un tiro resonó en el silencio de la calle, Jackie Moore se cubrió detrás de un barril vació haciendo que el tiro de la comadreja rebotase contra la desportillada madera. Blasfemé en silencio porque aquel barril quedaría inutilizable si terminaba cosido a tiros, pero aquel espectáculo valía más que unos trozos de madera podrida.

—Eres un cobarde y todos en el pueblo lo saben. —Aquella era una verdad a gritos, pero sin embargo solo aquel piel roja había tenido hasta entonces el valor de decírselo a Moore a la cara.

A pesar de que su presencia provocase ciertas inquietudes en los clientes habituales de la taberna debido a su procedencia, aquel muchacho me caía mejor que el propio sheriff. Era el único hombre que no había visto arrear a las mujeres como si fuesen vacas quizás fuera por eso por lo que la señorita Pierce pasaba por alto el hecho de que no pudiera pagar por sus servicios y le proporcionaba su cálida compañía alguna noche que otra.

—Lo único que saben es que eres un pobre desgraciado que no es capaz ni de ganarse los favores de una piojosa ramera porque no puede permitírselo. —Joey cambió abruptamente de posición y un segundo tiro fue a parar contra el desventurado barril. Le di una larga calada al puro decepcionado por la mala puntería del chico.

—¡Cómo te atreves a hablar de ella de ese modo! —le dijo con la voz teñida por el dolor.

—Oh vaya, no me digas que los salvajes tenéis modales. —Le provocó Moore, acto seguido rió ruidosamente y acabó tosiendo por el esfuerzo. La mano del chico comenzó a agitarse de nuevo, entonces comprendí que era la ira que sentía la que impedía que aquel infeliz diese en el blanco.

—Tenemos honor y coraje no como tú que mandas a tu séquito de cowboys a desvalijar la reserva para llenarte los bolsillos mientras te lo gastas todo en envenenarte en la taberna.

El uso de aquel término hizo que una punzada de culpabilidad se adueñase de mi estómago. Lo cierto es que no recordaba haberle servido nada que no fuese una triste jarra de jugo de cactus a aquel tipo, siempre había supuesto que aquella agua sucia era lo único que podía pagar sin embargo en ese momento me entraron dudas. Traté de sosegarme pensando que, si nunca había probado una gota de jugo de tarántula, no tenía modo de saber que condimentos secretos llevaba la bebida estrella de la cantina.

—¿Qué quieres que haga Joe? La gente tiene que sobrevivir, así es la vida. Unos mueren y otros sobreviven. Y mejor que vivamos nosotros y muráis ustedes ¿No crees? —dijo el sheriff mostrando una sonrisa llena de dientes podridos.

—Hoy el único que va a encontrar la muerte eres tú. —contestó la comadreja.

Al instante una lluvia de tiros cayó sobre un montón de barriles de «Jugo de tarántula» que había amontonados junto a Moore. En un principio escuché la risa cascada del sheriff y me llevé ambas manos a la cabeza. Era prácticamente imposible que ni un solo tiro hubiese tocado a Moore, aunque la distancia entre ambos hombres fuese considerable. Luego se produjo un estrépito y los barriles prendieron fuego. Ávidas, las llamas alcanzaron el cuerpo del sheriff convirtiendo su silueta en una gran ascua jadeante que no dejaba de gritar. Anduvo unos cuantos pasos y luego se tiró al suelo, por más que intentaba rodar por la tierra, las llamas no se apagaban. Las lenguas de fuego seguían chamuscando su cuerpo haciendo que el pobre insensato se deshiciera en alaridos, fue un último tiro de la comadreja lo que acabó con su agonía. El mestizo se guardó el arma en el cinto y luego posó la mirada en mi ventana, yo no hice nada pues la sorpresa me había dejado paralizado.

—Un licor bastante inflamable ¿No crees? — No supe qué contestar, nos quedamos quietos durante un par de segundos, luego la comadreja escupió sobre la arena, se limpió con el dorso de la mano y se ajustó su sombrero justo antes de atravesar la puerta de mi taberna.

Sobre el escenario ajena al terrible desenlace de sus dos amantes, la señorita Pierce salió al escenario haciendo que el público masculino enloqueciera. Aquella mañana fue la última de sequía, también fue la última para Jack Moore como sheriff de Jackson Ville y la primera para Joey, la comadreja, con ese título.


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