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LA CASONA

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Se mudaron muchas veces de un lugar a otro hasta que por fin decidieron abandonar su vida errante y se asentaron en este pueblo anónimo, perdido entre las montañas, donde no llegan los turistas y la vida parece detenida.

No sé qué hizo a mis padres decidirse por esta casa en ruinas y este lugar perdido en el mapa. Yo nací aquí, en la pensión del pueblo. Y ahora que lo pienso, quizá fuera por eso que mi padre se decidió a comprar la casa y arreglarla para mi madre y para mí. Araron y sembraron un pequeño huerto que nos abastecía. Después vinieron las gallinas y los dos cerdos ¡y ya no hubo forma de moverse de allí! Yo me he criado descalza y despeinada por el campo, subiéndome a los árboles o corriendo aventuras con los otros niños del pueblo; aventuras de las que siempre volvíamos llenos de arañazos, churretes y moretones.

Había en el fondo del valle una casa semidestruída, que fue antaño casa señorial de indianos, con su molino y todo para aprovechar la fuerza del agua. Cuando la descubrí se convirtió en mi lugar de juego favorito. Y ya apenas cogía renacuajos, ni me divertía eso de subirme a los árboles o tenderme en la hierba intentando adivinar a qué animal se parecía cada nube.

Los otros niños no entraban allí porque decían que estaba embrujada, y yo lo hacía a escondidas para que no me señalaran ni me preguntaran el porqué de mis incursiones en ese lugar que a todos asustaba.

Y es cierto que había algo mágico en aquella casa con sus habitaciones en penumbra. Yo deambulaba por ella imaginando la vida de los que la habitaron. Y un día era un señor rico y gordo que bebía coñac a sorbos y al siguiente era una rica heredera caprichosa, pagada de sí misma que se divertía mangoneando y humillando a los demás, o coqueteando con su nuevo pretendiente -uno nuevo cada día. Hubo Marios, Albertos, Guillermos, Gonzalos... todos ellos eran apuestos y ricos como yo. Todos venían de lugares lejanos a declararme su amor.

Había una habitación con dos espejos enormes, desportillados, en los que me gustaba mirarme y ver mi imagen distorsionada como en una caseta de feria. Detrás de uno de ellos encontré una puerta cerrada que no cedió a ninguno de mis intentos. Así que se lo tuve que contar a Manuel haciéndole jurar que me guardaría el secreto y que me ayudaría a abrir la dichosa puerta. Vino muy a regañadientes y lleno de dudas porque, a pesar de ser medio año mayor que yo y algo más alto, en el fondo el lugar le daba miedo.

Al entrar lo vi pálido y que me seguía con desgana. Hubo un momento en el que crujió el suelo, entonces me apretó la mano y se pegó a mí. Llegamos a la habitación y él abrió la puerta con una ganzúa o algo así (su padre era el herrero del pueblo). Entonces descubrimos una pequeña biblioteca. Estaba intacta, aunque cubierta de polvo. Empezamos con curiosidad a leer algunos libros. Y volvimos muchas veces más. Aquellas aventuras nos abrieron los ojos para que deseáramos vivir nosotros las nuestras.

Después nos fuimos del pueblo y estudiamos, pero recordamos siempre aquella casa abandonada donde empezó nuestro amor por los libros y los viajes.

Hoy, después de quince años hemos vuelto al pueblo a firmar ante notario la compra de la casona que está junto al río. Me llamo Olga, y junto con Manuel, somos sus nuevos dueños.


Reyes S.


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