Pintora: Daniela Cuevas
Escritora: Angela Estrada
Daniela pintó este cuadro con la intención de que un alumno de escritura lo relatara. Aquí podéis ver el resultado de ambos trabajos de libre creación.
Caminaba muy erguida, orgullosa, sujetando el vuelo de su falda para no pisar su encaje de seda. Acudía todos los años a la procesión sola desde aquel memorable día. El párroco, con una inclinación, saludaba a los feligreses. Ella le dedicó una sonrisa pura y casta, no vio el gesto correspondido, con todo aquel gentío se pudo despistar, pero ella sabía que habría reparado en su presencia. Miró su reflejo en el agua turbia, que para nada hacía honor a su belleza. Se retocó su tocado, hecho de unas flores que flotaban en el estanque, muy coloridas por los reflejos del sol, de una especie muy exótica. Sonreía a todos a su paso, sosteniendo de un modo muy coqueto la sombrilla en su hombro, para no estropear su tez estupenda. La calle principal era un hervidero de gente. “La niña las Cuatro Pozas”, como la conocían por el patio tan espléndido que en su caserío tenía, se deslizaba por las calles sin apenas rozar su falda. Se acercó al puesto de buñuelos, un señor los servía en cartucho de papel. Le pidió uno en el momento que un niño con un llanto desconsolado la miraba y tiraba del pantalón del vendedor; llegó una señora, justo en ese momento, a la que atendió con gran rapidez el vendedor. Se impacientó, no quería llegar tarde a su encuentro y, pensándolo mejor, no quería ensuciar sus lindos dientes.
Junto a la fuente, frente a la iglesia, permanecía solitario su rinconcito. Aquel donde se susurraban promesas, donde el roce de una mano la hacía estremecer.
Fueron muchos los pretendientes, pero a ninguno prestó atención. Ante la constante negativa se alejaban. Pero hubo un joven que no se daba por vencido, pues su amor por ella rozaba la locura. La sola idea de no verla suya cegaba su cordura, tiñendo de oscuridad sus pensamientos. Desde el día que recibió la carta de Fernando mostrándole sus intenciones, el brillo de sus ojos iluminaba el atardecer. Un hombre tan apuesto, elegante y guapo. El más guapo de la comarca. El anuncio del compromiso había sembrado de envidia a todas y todos los casaderos. Ella fantaseaba con pasear cogidos del brazo, por las calles en procesión, hasta llegar a algún lugar como la fuente y, entre aplausos y vivas a la Virgen, que Fernando rozara su mano a escondidas de miradas envidiosas. Colmada de tantas atenciones, sumida en una fantasía de sueños que pronto se harían realidad.
Para ella su elección era perfecta, estaba decidido, no había cabida para nadie más. Aunque un velo de oscuridad crecía en torno al joven rechazado. Al conocerse el compromiso, una sombra la acechaba, absorbiendo su perfume de jazmín en cada esquina que doblaba, deshaciéndose como el humo en una corriente de aire cuando iba acompañada.
Llegó el tan ansiado día. De los patios, colgaban viandas de colores, eran días festivos, alegres. Frente al espejo ceñía su corpiño, se ajustaba la falda, miraba entusiasmada aquel regalo de su Fernando, que haría volver todas las miradas. Sería tan feliz paseando de su brazo, nadie podía igualar el efecto que causaban a su paso. Como se había imaginado, la llevó hasta la fuente: le robaba una caricia, le sujetaba un rizo escurridizo, se ruborizaba con cada gesto de Fernando. Y aquel rubor la abandonó en el momento que el frío de una daga, con la fuerza de un tornado, se daba paso por su espalda, dejándola en un eterno sueño. A partir de ese momento todo fueron gritos, sangre y desconsuelo.
Y allí estaba ella, después de cuatro años, esperando a su amado, inmersa en su mismo entusiasmo, sin haber perdido ni una pizca de ilusión. Miraba a su alrededor buscando el encuentro de su mirada, cuando reparó en el brillo de una placa dorada, en la que decía:
En recuerdo a “La niña de las Cuatro Pozas” que aquí pereció el día 1 de abril 1934.
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