Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al anterior. Cada día era como una copia de seguridad que machaconamente se depositaba sobre el siguiente.
Cuando desperté, la madrugada aún estaba allí de manera que lo mejor era esperar que el día se pusiera en marcha y yo con él. El paraíso acabó cuando diagnosticaron a Elvira, mi mujer, aquella enfermedad maldita incapacitante e irreversible, pero entonces no supe valorar que eso, la silla de ruedas, la dependencia no era mas que la orilla de la sequía que a partir de entonces atravesaríamos.
―¿Ya te vas?, tan temprano.
Habíamos contratado a Amelia una enfermera que se encargaría de cuidar y hacerle la vida más llevadera. Nunca he sido capaz de llevar con entrega altruista la enfermedad ajena, la percibo como una injusticia, un castigo inmerecido del que no sé escapar.
Necesito unas horas cada día al margen de casa, un horizonte y un espacio lejos de la enfermedad, de la decadencia, de los reproches y de la desesperanza. Sí, sé lo que estáis pensando, que me he buscado alguna amiga que me alegre esas horas y obtenga a través de ella la porción de felicidad que creo me corresponde. Pero no es así, por lo menos no era así hasta hace poco.
―¡Has tardado mucho! Me imagino qué habrás estado haciendo por ahí.
Comprendo que el ritmo del paso del tiempo no es el mismo para ambos, para mí raudo y veloz y agónico para ella.
―He estado pagando unas cosas en el Ayuntamiento y lavando el coche. ―Solo.
Así empezaba una serie infinita de reproches, de lamentaciones lanzadas más con ánimo de desahogo que con la finalidad de herirme a mí.
Antes de la enfermedad éramos una pareja discretamente feliz, con una relación que se defendía bien del envite de los años y de la monotonía ayudada por el nacimiento de nuestro hijo, nuestros respectivos trabajos y alcanzar la seguridad económica que disfrutamos. Ahora todo eso es pasado, el presente son los reproches, la silla de ruedas, los llantos y las medicinas.
Me pongo a pensar, y no llego a saber si aún la quiero, quizás el no haberme ilusionado con ninguna otra mujer parezca indicar que la respuesta es sí. Y así era hasta que conocí a Lucía. Pensé que no pasaría de un galanteo sin consecuencias y que no tendría recorrido más allá de un par de revolcones, algunas comidas y poco mas, pero resultó una compañía alegre y desinteresada y poco a poco se convirtió en posible una opción de vida con ella.
Vivimos en un chalet de estilo colonial de dos alturas comunicadas por un ascensor que hicimos instalar junto a la escalera. Todas las tardes empujo la silla de ruedas frente a la puerta del ascensor que nos llevará al jardín. Esa tarde, sin embargo, algo tétrico me pasó por la cabeza. Dirigí la silla con Elvira al arranque de la escalera. El tiempo se detuvo, Elvira no hizo ningún movimiento, permaneció expectante, como esperando algo. Yo me mantuve estático sin ser dueño de mí del todo. Pasados unos minutos agarré las empuñaduras de la silla y la encaminé a la puerta del ascensor.
Elvira no volvió a pronunciar un reproche y yo no volví a ver a Lucía. Aún me queda la duda de que quizás Elvira hubiese preferido la escalera.
Jokin
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