Tenían que seguir dando vueltas por las calles, llamando a las puertas para preguntar si alguien había visto a Oreo. Habían pasado ya dos horas desde que habían salido corriendo de casa, desesperados (sobre todo Mía), en búsqueda y captura del animal.
«Menudo, con manchas blancas y negras», así lo habían descrito una y otra vez a sus vecinos. «Y dependiendo del día un poco irritable…», se decía para sus adentros Sebastian, sintiéndose a ratos culpable por estar malhumorado ante semejante desgracia.
Las últimas horas habían sido especialmente intensas para él, todo un vaivén de emociones queriendo salir después de haber estado reprimidas durante años. Probablemente aún estaban en el colegio cuando se percató que, de todas sus amigas, a Mía le guardaba un cariño especial. Sentimiento que se había ido intensificando con los años y en ocasiones había sido demasiado doloroso, casi insoportable. El pobre Sebastian había intentado olvidarla, y no os hagáis la idea equivocada… Hubo besos en la adolescencia, numerosas chicas y chicos en los comienzos de sus veinte, pero ninguna había aguantado la fecha de vencimiento de una semana de lo que Mía, inocente, siempre se burlaba. Pero los últimos meses habían sido distintos. Ella, que siempre había parecido no percatarse de la situación, había comenzado a cambiar su actitud con respecto a él. Sebastian la había captado mirándolo varias veces, estado desprevenido preparando la cena u ocupado en tal y cual cosa. Y los ojos de Mía eran especiales, porque con ellos mostraba historias, escenarios, posibilidades que a Sebastian habían cargado de valentía para confesarle su amor aquella noche de diciembre.
Mía se encontraba apoyada en el poyete de la ventana, con la cabeza fuera fumando, cuando decidió que era el momento. Toda la noche habían estado sonando canciones de fondo, de las cuales no habían sido conscientes embriagados el uno en el otro. Pero en ese momento escuchaban la música alto y claro. «Depende de cómo salga, esta será una canción que amaré u odiaré para el resto de mi vida», pensó mientras ella se percataba de su presencia.
—Mía, quería hablar contigo de algo que llevo mucho tiempo pensando. Es importante para mí que sepas… —Su discurso se vio interrumpido por el timbre de la puerta.
Con una disculpa, Mía había acudido corriendo al portero, dejando la ventana abierta por la que Oreo se había escapado.
Horas después, seguían caminando por las calles frías de Berlín, cubiertas por la blancura que anunciaba el invierno.
—¿Qué querías decir antes? —preguntó Mía, buscando conversación que rellenara aquel momento tan lleno de melancolía e impotencia mientras ambos se enfrentaban a su fracaso y volvían a casa.
—Creo que será mejor en otro momento, Mía. —Sebastian, derrotado, no podía creerse su suerte. Ahora no sabía si volvería a armarse de valor nuevamente.
La mañana se anunciaba ya cuando llegaron a casa. En el recibidor, Oreo los esperaba cariñoso y juguetón, feliz de ver a su dueña de nuevo.
—No me lo puedo creer… —Mía no pudo contenerse y estalló en una carcajada histérica, a la que Sebastian le siguió.
Unos minutos más tarde, se acurrucaron en el sofá los tres, cansados, al calor de la chimenea.
Sebastian se carraspeó la garganta.
—Mía, con respecto a lo que quería decirte antes…
Bee
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