Tenían que seguir dando vueltas por las calles llamando a las puertas para preguntar si eran las fiestas del pueblo. La alegría anegaba los corazones.
Cantaban los gallos. El sol iluminaba la vida con la blancura de la mañana.
La banda de música, en la amanecida, recorría todas las calles del pueblo despertando a los vecinos e inyectándoles la alegría de la mañana. Había una pandilla de niños que detrás de los músicos cantaban canciones que ellos mismos habían compuesto. Y daban vueltas y vueltas por todas las calles y llamaban a todas las puertas preguntando:
—¿Quiere que le cantemos una canción?
Las gentes solían decir que sí. Y entonaban una melodía preciosa que habían compuesto dedicada a la madre de la casa. Entonces los hijos de la casa se unían al grupo y cuantas más casas visitaban más grande se hacía el grupo. Y el grupo llegaron a formarlo todos los niños del pueblo porque todos querían muchísimo a sus mamás. Y las mamás su unieron a la fiesta. Hicieron pasteles y los repartían entre todos los niños. Y los padres enternecidos y emocionados dijeron que ellos también querían cantar. Entonces, todos los padres formaron un grupo de rock. Y en un local grande que tenía el ayuntamiento formaron un baile. Y recordaron a los grandes de la canción. Los Bravos. Los Pekeniques, los Mustang, Los Beatles, Los Sirex , etc.
Después de cantar y bailar como locos era ya la hora del almuerzo. Y en una gran explanada que había en las afueras pusieron mesas y sillas y todos se acomodaron y todas las madres, cada una a su manera, aportaron unos exquisitos manjares, y estaban tan exquisitos que parecía que estaban comiendo pan celestial.
Entremeses de frutos secos del campo. Una sopa de reyes. Un plato de carne de ciervo y de perdiz. Y un postre de pasteles y unas frutas. Con el estómago casi rebosando les parecía que no podían con lo que les pesaba su cuerpo. Y junto a un arroyo de agua fresca que pasaba por allí se tumbaron y durmieron una siesta mientras soñaban con todos los ángeles del cielo.
Cuando despertaron se pusieron otra vez a bailar, aunque ahora con bailes más tranquilos. Recordaron los boleros, las rumbas y otros bailes que, aunque ya algo más pasados, se habían hecho clásicos y siempre gustaban.
Cuando llegó la anochecida estaban a punto de morir de cansancio. Y cantando canciones se fue cada uno a su casa con la bonita ilusión de que la melancolía se había desterrado del pueblo y de seguir al día siguiente con la fiesta.
Francisco Flores Martínez.
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