Pintor: Alfonso Valdivieso
Escritor: F. Javier Morillo
Alfonso pintó este cuadro con la intención de que un alumno de escritura lo relatara. Aquí podéis ver el resultado de ambos trabajos de libre creación.
Yo tenía un limonero. Estaba en el patinillo de casa de mi madre, esparciendo olor a azahar cada primavera. Lo tuve también en el pequeño jardín de mi primera casa propia. Paco lo arrancó nada mas mudarse a la casa, cuando se la vendí. «Se llena el suelo de hojas y flores secas, además, los limones amargan, no me gustan», decía. Lo rescaté en una maceta, donde estuvo sobreviviendo en la terraza de un piso de alquiler. Cuando Ana y yo compramos esta casa traje la maceta del limonero para ponerla en el jardín.
—¿Para qué? decía ella.
—Lo veremos crecer, echará flores, olerá a azahar, tendremos limones.
—Los limones amargan, soltó.
Compramos esta casa con un poco de suerte. Habíamos tirado la toalla, no había forma de encontrar una casa con jardín en todo Mijas por lo que nosotros podíamos pagar. Vimos un anuncio de casa en alquiler, y en pequeño, en una esquina: «consultar para venta». Fuimos a verla. Ana lo vio enseguida, el brillo de sus ojos decía con claridad que aquella era nuestra casa. Ese iba a ser nuestro proyecto común. Nos endeudamos más allá de lo posible y la compramos. El mismo día de la firma cogimos un puñado de espaguetis, tomate, aguacate, aceite y unos limones, y en el suelo, en mitad del salón hicimos nuestra primera comida en la nueva casa. Antes de que llegara el camión de la mudanza yo ya había preparado el hoyo en el suelo para el limonero. El verano pasó entre cajas, pinturas, muebles, y jardinería.
Nuestro primer invierno fue frio. Trabajamos por la mañana, por la tarde, de lunes a domingo. Al llegar a casa cada día, nadie había encendido la chimenea. El frio y el cansancio se interponía entre los dos. El silencio solo lo interrumpía un rato de televisión antes de ir a la cama. Solo a veces antes de dormir nos intercambiábamos un árido beso. Nuestro limón pugnaba solo en mitad del jardín por sobrellevar el viento y el frio. Unos tímidos brotes verdes aguardaban pacientes la primavera.
El primer fin de semana de enero amaneció soleado. Tuvimos la misma idea: montar la mesa de jardín que aún no habíamos sacado de la caja.
—¿Quieres un vino? —le pregunté.
—Vale.
Una tapa de queso, la brisa de invierno, una copa de vino dulce y el sol trajeron una sonrisa a sus labios y felicidad a nuestros ojos. Mientras la besaba me pareció ver desperezarse una nueva hoja del limonero.
Lo que quedaba del invierno, incluso en Mijas, fue frio. Ni el trabajo ni las ganas nos permitían entre semana mucha alegría, fuimos atravesando días rutinarios y noches de desencuentro. Y al llegar el sábado cruzábamos los dedos para conjurar al sol y que nos permitiera sacar la mesa, el queso, el vino y los besos.
Aún sin primavera un domingo de sol acabamos tumbados en el césped, giramos abrazados hasta topar con el limonero, entre risas la vimos, nuestro regalo, la primera flor de azahar. Habíamos sobrevivido al invierno y nuestro limón florecía.
Los primeros limoncitos duraron poco un día de viento del norte los arrancó casi todos. Recuerdo el día porque cuando los recogía del suelo, Ana llegó a casa y me anunció que se había inscrito a un taller de cocina. Allí conoció a Luis.
El primer día que llegó tarde dijo que habían alargado la clase porque estaban con una receta muy complicada. El segundo que se había entretenido con las compañeras. Luego comenzaron a quedar para comer todas las compañeras, eran prácticas de cocina, probar platos, conocer técnicas. Su compañera Isa trabajaba en el supermercado de al lado de casa y en la caja estaba aquel sábado por la tarde cuando el grupo de cocina se suponía probando la del restaurante el Higuerón.
—¿No has ido a la comida?
—¿Qué comida? —dijo Isa.
—¿Dónde has estado?
—En la comida —me respondió Ana alegre.
En la siguiente salida de degustación supe que la verdad es amarga y la sospecha tan ácida que lo corroe todo. Ella tenía razón, los limones que habían conseguido sobrevivir iban a estar un poco amargos. Me las había ingeniado para seguir la señal de su móvil con el mío. Estuvo dos horas parada en un edificio de las afueras de Málaga.
Llegó a las nueve. Me miró cínica.
—¿Qué tal te lo has pasado? —le pregunté.
—Muy bien, es un grupo genial. Y Luis es un encanto, un cielo de hombre.
—¿Habéis estado todo ese tiempo en el restaurante —le interrogué.
—¡No qué va! —contestó alegre —luego nos fuimos a topar unas copas a un sitio nuevo, junto al pabellón Martín Carpena. Pero solo me he tomado una, y ha pasado bastante tiempo hasta que cogí el coche. No te preocupes —se justificó.
—Eso no me preocupa —mascullé.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Entonces? ¿esa cara? —me insistió.
—No es nada, estoy un poco cansado —Me justifiqué.
Se acercó y me abrazó derritiendo mi frágil coraza de hombre.
—Solo te quiero a ti —sentenció—. Te quiero muchísimo —remató.
Ella había disfrutado, se lo había pasado bien. Tal vez se habían besado, abrazado, tal vez habían follado, pero estaba conmigo, era a mi a quién abrazaba, te quiero —me decía. Y yo sólo tenía pensamientos, suposiciones, ubicaciones en un mapa, obsesiones y a ella conmigo.
—Te amo —le dije.
Mientras, mis dedos buscaban surcar su piel por el filo de sus bragas.
—¡Ay, deja! No tengo ganas, estoy cansada —esgrimió.
En plena primavera mediado el mes de abril, entre semana santa y feria es frecuente que vengan días de tormenta, de lluvia furiosa que arrasa con los brotes verdes. Pero esa lluvia siempre deja paso a un sol vibrante que hace renacer la vida. Un par de semanas después unas pocas flores blancas salpicaban las ramas del limonero.
Aquel verano fue la primera vez que me animé a hacer la receta de mi abuela: una mijita de sal, una pizca de bicarbonato, un litro de agua fría y el zumo de nuestros limones.
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