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MARIPOSA

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Se mudaron muchas veces de un lugar a otro hasta que nacimos mi hermana y yo. Cuando nacimos, los abuelos decidieron establecerse cerca de nosotros para vernos crecer. La abuela Olga decía que les quedaba poco tiempo, por eso se mudaban tanto, para disfrutar. Cuando fui un poco más mayor, supe que eso no era así. Ellos huían de algo.

Camila y yo nacimos con 31 minutos de diferencia. Ella antes, era la mayor, la sensata, la fuerte. Tenía un poco de complejo de dios. Yo, Maya, la pequeña, la inocente, la soñadora. Tenía un poco de complejo de inferioridad. Cuando me iba haciendo mayor, mi relación con Camila era como una línea enredada y muchas veces puntiaguda. A veces estábamos muy cerca, a veces estábamos muy lejos.

Papá trabajaba en un banco y mamá se quedaba en casa con nosotras. Nuestra vida parecía perfecta. Una familia normal que vivía al final de una calle en un barrio residencial en California. ¿No era eso acaso un sueño? Yo me sentía insatisfecha.

Cuando el abuelo Diego se fue haciendo mayor se volvió un fantasma errante que paseaba por la casa, normalmente soñoliento y siempre borracho. Camila decía que el abuelo bebía para olvidar. Y yo no entendía que querría olvidar un hombre que había vivido una vida tan interesante. Pero cuando murió, pareció como si un montón de piezas de un enorme rompecabezas se desparramaran a mis pies, y tuve que montarlo.

La abuela Olga no paraba de llorar. Le echaba de menos. Hablaba de su vida como un antes y después de la muerte del abuelo Diego. O al menos al principio. Cuando la nostalgia se vio sobrepasada por el rencor, comenzó a hablar. Contaba muchísimas cosas que habían pasado. Hablaba de antaño, de como tuvieron que huir de Cuba. Yo ni siquiera sabía que éramos cubanos. Y cuando comenzamos a hacer demasiadas preguntas, mamá tuvo que contárnoslo todo.

​—Camila, Maya, tenemos que hablar.

Era 12 de agosto, una semana antes de nuestro 18 cumpleaños. Hacía un calor horrible y me sudaba el pelo de la nuca. El cuerpo del abuelo llevaba ya unos 6 meses bajo tierra, y yo aún seguía triste. Se había llevado a la tumba muchas respuestas. Mamá nos habló de la droga. Y de dinero, de muchísimo dinero. Nos habló de bandas organizadas y de deudas, nos habló de armas, nos habló de miedo.

Nos contó que era una niña cuando dejaron Cuba y la abuela Olga le había hecho prometerle que nunca le diría a nadie de dónde venía. Aprendieron inglés, los tres, y nunca mas hablaron en español. Mamá fue al instituto, a muchos institutos diferentes en distintos estados, y luego se casó con 21 años con papá, un blanco de California. Mamá nunca había llamado a papá “blanco”. Yo nunca me había dado cuenta de que no era blanca. Miré la piel de mi hermana, exactamente igual a la mía, con el color de las galletas de chocolate que la abuela Eleanor siempre nos compraba. El abuelo Jack nos decía que éramos café con leche, y no lo había entendido hasta ahora. Quise aprender a ser cubana desde el mismo momento que entendí algo que estaba ante mis ojos desde que nací y nunca había visto.

​—Os cuento esto porque, ahora que el abuelo ha muerto, alguien vendrá a reclamar el dinero que aún debe. Quiero que tengáis una maleta lista en todo momento con cosas imprescindibles. Ropa, recuerdos, lo que queráis, pero pequeña.

​—Pero, ¿dónde está el dinero, mamá? —Camila siempre hacía las preguntas.

​—Lo tiene la abuela Olga.

Después de esa conversación, hicimos como mamá nos había pedido. Pero no habíamos cumplido aún los dieciocho años cuando las primeras balas rompieron uno de los espejos del salón. Cogimos nuestras cosas y huimos de allí.

El motel de carretera en el que pasamos la noche estaba en Hollywood. Habíamos venido muchas veces antes, pero nunca de esa forma. A mí me parecía un sitio demasiado obvio para esconderse, pero no dije nada. Yo nunca opinaba nada. Dos días después, llegó la abuela Olga con un maletín enorme, negro, con cierre de seguridad.

​ —Elena —le dijo a mamá—, tenemos que hablar.

Mamá y papá se levantaron de la mesa donde estábamos cenando sopa de sobre y los tres se metieron en la habitación, pero no escuchamos la voz de papá en ningún momento. Solo mamá y la abuela hablaron. Hablaron, lloraron, gritaron. Se reprocharon algunas cosas y se perdonaron otras cuantas.

​ —Camila, Maya, hemos decidido que vamos a pagar la deuda del abuelo. Vamos a enfrentarnos a esto, no queremos que vosotras tengáis que huir también.

​ —¿Cuánto dinero les debe el abuelo? —pregunté. Todos me miraron extrañados.

​ —El abuelo les debía dinero por droga. Les compró mucha cocaína para venderla y no pudo hacerlo a tiempo. Pero debía pagarles igualmente y no quisieron darle mas tiempo. Luego la vendimos y trabajamos, pero con los intereses por el retraso la cantidad ascendió y…

—¿Cuánto dinero? —seguí preguntando, interrumpiendo a mamá. Sabía lo que eran los intereses, tenía un padre banquero, por el amor de Dios . Yo no era tonta aunque todos lo pensaran.

​ —Exactamente tres millones de dólares.

Tres millones de dólares me parecieron una cantidad exorbitada en ese momento. Nunca había pensado en cuánto me gustaba el dinero. No me lo parecen ahora. Mi propia boda costó cinco millones. Fue una gran fiesta, una que nadie olvidaría nunca.

Veréis, fuimos a pagar la deuda. Pero yo pensé que me merecía ese dinero, que nos lo merecíamos todos. Llevaban demasiado tiempo huyendo. Camila pareció leerme la mente. Nos ofrecimos a hacer la entrega del maletín y, por alguna razón, a la abuela le pareció bien, y mamá y papá no tuvieron lugar para opinar. Ya sabéis cómo funcionan los matriarcados.

El chico que nos esperaba en el hotel en el que habíamos quedado no tenía pinta de capo de la mafia ni nada por el estilo. Se presentó como Ricky. Era alto, moreno, guapísimo, y tenía unos 25 años. Supongo que fue amor a primera vista. Hablamos mucho ese día. El no parecía que quisiera dejarme ir. Por primera vez en mi vida, alguien me vio a mí por encima de Camila. Por fin estaba saliendo del capullo, ya era una mariposa.

Y recuerdo que pensé que si le entregaba el dinero no volvería a verle nunca más. Camila se fue al coche, a avisar a la familia que estábamos bien, que solo estábamos charlando.

​ —¿Alguna vez has estado en la Habana, Maya? —Me gustó escuchar su nombre en sus labios, que me pedían que los besara.

El día de mi 18 cumpleaños volaba a la Habana del brazo de Ricky, con una promesa que no tardó en cumplir. Mi familia se quedó en California, con los tres millones de dólares y yo pagué la deuda de mi abuelo con un matrimonio. Y ahora, ocho años más tarde y embarazada de mi cuarto hijo, me doy cuenta de que nunca habría podido firmar mejor negocio. La mejor ciudad para vivir es aquella que tú controlas.


Miriam B.

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