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NUBERU

escrituraupmijas

Actualizado: 14 jun 2021

Cuando se acerca el invierno y los días se acortan, allá por el norte un sinfín de nubes grises se ciernen apretadas sobre las montañas ocultando las cimas más altas. El espeso bosque que cubre las laderas es entonces un lugar oscuro e inhóspito, donde el gemido del viento y el crepitar de las hojas secas llenan de inquietud incluso las almas de los que se tienen por valientes. De ese miedo a lo oculto, a lo inexplicable nacen las leyendas y las historias que luego se contarán en las tabernas o en las casas al amor de la lumbre.

Una de esas historias habla de un hombre extremadamente feo con una boca grande y desdentada. Tiene las piernas huesudas y encorvadas, y camina apoyándose en un cayado de fresno ennegrecido y viejo ¡tan viejo como él, que ya es decir! Cubre su cabeza con un sombrero picudo de ala ancha como el de un mago.

Pero tanto el sombrero como el resto de su indumentaria están en tan mal estado que le hacen parecer un mendigo. Aunque los que tuvieron la dudosa suerte de encontrárselo por el monte o los alrededores de las aldeas sostienen que inspira mucho más miedo que piedad. No es un ser bueno ni malo, pero propenso a la ira y muy rencoroso. El Nuberu es el señor de las nubes y las tormentas y descarga la lluvia, el granizo o los rayos a placer según el humor con el que se levante ese día o según si los habitantes del poblado se portaron bien o mal con él cuando deambulaba por la

zona con aspecto de vagabundo. Se desplaza a gran velocidad montado en una de esas nubes grises y solo baja a tierra en verano cuando está ocioso.


A mediados del siglo XX las cuencas mineras se convirtieron en una fuente de riqueza y empleo que atrajo a gentes de todas partes de España. Los emigrantes que llegaban: leoneses, extremeños y andaluces eran bien recibidos y celebrados como fuerza de trabajo.

En cambio, eran mirados con cierto recelo y superioridad por los autóctonos que los consideraban incultos y pendencieros. Una de esas familias se desplazó, como tantas otras, desde Andalucía con varios hijos varones y una hija pequeña cuyo nombre no viene al caso pues todos la llamaban ‘la niña chica’. Se fueron a vivir a una tená arriba en el monte donde las tierras y las propiedades era más baratas. El padre y los hermanos pronto entraron a trabajar en la mina y la madre recogía carbón de las escombreras que luego vendía en el pueblo. La niña chica se pasaba el día sola ahora que ya acabó la escuela porque aún no tenía amigas con las que jugar; y es que alguna vez le pareció que las otras niñas la llamaban ‘’andaluza’’ con un tono despectivo.

Aunque había oído muchas historias de monstruos y seres mágicos que habitan en los bosques, le podían más la curiosidad y el aburrimiento que el miedo. Al principio solo correteaba por los alrededores de su casa, pero pronto se fue atreviendo a explorar zonas algo más alejadas. Los pequeños arroyuelos que corrían monte abajo eran claros y estaban llenos de peces. Detrás de los regodones se escondían las truchas que salían despavoridas cuando ella les lanzaba certeras piedras. El río que discurría por en medio del pueblo, por el contrario, era ancho, profundo y en otro tiempo debió de ser majestuoso, pero ahora bajaba negro por los lavaderos de carbón. El rumor del agua fresca, el verdor de los árboles, el trino de los pájaros tan distinto de la tierra seca, sedienta de donde venía le daban ganas de cantar. Y así iba sola canturreando por el monte cuando vio a un hombre viejo que se refrescaba los pies en el agua mansa de un recodo del río, Se sentó a su lado sin dudarlo e hizo lo mismo que él: se descalzó e introdujo sus pequeños pies desnudos en el agua fresca. Mientras lo hacía no paraba de hablar explicándole que su madre no le dejaba bañarse en el río si no había un adulto cerca y que era una suerte el haberlo encontrado porque tenía calor y le apetecía mucho remojarse. Xuan Cabritu (que así se hace llamar el Nuberu cuando anda entre los hombres) le miró sorprendido ya que en su dilatada experiencia de siglos caminando entre la gente, sabía que nada más verlo todos huían de él. Luego preguntó:

—Guaja, ¿qué fexes pequí? ¿Nun sabes que ye peligrosu andar pel monte sola?

Ella pareció no entenderlo muy bien y a pesar de su voz atronadora que reverberó con el eco de la montaña, en lo único que se fijó fue en su boca grande y desdentada, y entonces dijo:

—Yo también estoy mellada. ¿Te ha traído algo el ratoncito Pérez?


Y al hacerlo sonrió al Nubero con su dentadura incompleta de niña de siete años. Xuan pensó que nadie nunca le había sonreído así. Y no pudo evitar mirarla con ternura y reír, también. Se sacó la niña entonces un bizcochito del bolsillo y lo partió en dos para compartirlo con su nuevo amigo Y surgió entre ambos una amistad, una complicidad que duraría todo el verano.

Muchas otras tardes volvió la niña chica al lugar donde viera a Xuan por primera vez. Unas veces se encontraban y otras no. Pero cuando lo hacían eran los mejores amigos remojándose en el río o jugando al escondite entre castaños, hayas y avellanos. Ella, con una curiosidad insaciable, quería saber los nombres de todos los árboles y todas las plantas. Él entonces, con paciencia infinita, se los decía y repetía junto con sus cualidades curativas (pues era un experto en plantas medicinales). Uno de los mejores días fue cuando se tumbaron en el prau y Xuan le habló de las nubes, de cómo se formaban y que venían de lejos empujadas por el viento.

Ella le dijo que no le gustaban las nubes grises porque le daba mucho miedo el ruido de los truenos. Sin embargo, las nubes blancas le encantaban porque eran como de algodón y parecían ovejitas. Y fue en aquel momento cuando empezó el juego mágico de las formas. La niña solo tenía que decir el animal y la nube tomaba la forma deseada: el cielo del valle se llenó de conejitos, de patos, de mariposas, pero también de caballos, de unicornios y de otros animales que únicamente pueden existir en la imaginación de los niños. En otra ocasión se les vino la noche encima y Xuan con solo chasquear los dedos hizo aparecer una pequeña estrellita que le iluminó el camino y la guió directa a casa. Durante aquel verano el Nuberu fue descubriendo sentimientos que ni siquiera sospechaba que existieran: cariño, amistad, ternura. Todo gracias a la niña chica.

Pero agosto llegó a su fin y empezó la escuela. Hacía más frío. Ya no apetecía remojarse en el río y el monte estaba oscuro y húmedo. Además, a sus padres les dieron un piso en una nueva barriada al otro lado del pueblo donde encontraron muchas familias como ellos y muchos niños con los que jugar. La niña, con el paso del tiempo, se olvidó del monte y de Xuan. Pero Xuan nunca la olvidó y cuidó de que no hubiera tormentas ni truenos cerca de donde ella vivía. Los paisanos comentaban asombrados lo benigno que estaba siendo el invierno.

Un día en la escuela la maestra habló de las nubes y ella estuvo presumiendo un buen rato ante los demás niños porque se sabía todos los nombres. Luego contó que tenía un amigo allí arriba, en el monte, con el que jugaba a decir un animal y que las nubes le obedecían y tomaban la forma deseada. Esa parte nadie se la creyó y al fin, después de un tiempo, terminó por pensar que todo eso del monte, las nubes y las estrellitas mágicas no había sido nada más que un sueño. Sin embargo, un viejo minero retirado que hacía las veces de jardinero en el colegio, la oyó por la ventana y al instante sospechó que aquel amigo misterioso que hablaba de nubes y vivía en el monte era en realidad el Nuberu. Le contó sus sospechas a un compañero del tute y este a otro, y el otro al de más allá; que es así como corren las noticias o las habladurías por los pueblos. En poco tiempo todos los paisanos supieron la historia de la niña. Por eso, cuando al siguiente verano comenzó a orpinar sin descanso, los viejos del lugar entendieron que el Nuberu estaba triste y que la lluvia mansa que caía tarde sí y tarde también era su llanto por la ausencia de la niña.

Se sucedieron las estaciones y los años pasaron rápidos en la cuenca. La niña se convirtió en una jovencita preciosa. Una vez Xuan, movido por la curiosidad, bajó al pueblo con su típico aspecto de mendigo. La buscó y la encontró charlando y paseando con otras muchachas como ella. La distinguió entre las demás enseguida porque, aunque había crecido mucho y era ya una mujercita, seguía teniendo el mismo parloteo alegre y la misma sonrisa que le robaran una vez el corazón. Estuvo a punto de presentarse ante ella, pero temiendo que no lo reconociera o que se asustara como hacían los otros adultos, no quiso romper la magia de su antigua amistad y se retiró en silencio.

Durante todos esos inviernos llovió mucho, nevó en las cumbres y también granizó algunas veces, pero no hubo tormentas, ni rayos destructores, ni el ruido ensordecedor de los truenos. Los mayores hablaban de sus tiempos mozos cuando llovía, nevaba y tronaba por doquier.

Un concejal joven que acababa de entrar en el nuevo equipo de gobierno de la alcaldía, en su toma de posesión como responsable del medioambiente, declaró su intención de limpiar el río grande de carbón y sembrar arbustos en las escombreras de la mina. Todos aplaudieron la iniciativa. Entonces añadió que los inviernos más suaves que últimamente se estaban dando por la zona eran consecuencia del cambio climático. Los paisanos, que hasta ese momento habían escuchado distraídos el discurso, se miraron con picardía. Ellos no sabían mucho de cambios climáticos, ni de las cosas que pasaban en el resto del mundo, pero estaban seguros que los inviernos suaves en la cuenca eran solo porque al Nuberu se le había enternecido el corazón y no quería asustar nunca más a la niña chica.



Tená: cabaña

Regodones: piedras en el lecho del río

Prau: prado

Paisanos: ancianos

Orpinar: lluvia fina



Reyes Serralvo












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