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PIMIENTO O TOMATE

escrituraupmijas

Pintor: Hugo Guardia

Escritora: Jazmín Pilar Núñez


Hugo pintó este cuadro con la intención de que un alumno de escritura lo relatara. Aquí podéis ver el resultado de ambos trabajos de libre creación.

El día amaneció húmedo, la lluvia fina penetraba la tierra dándole vida a los frutos del huerto. Pascual, como cada mañana, se levantó temprano, quería comenzar la recogida de hortalizas antes de ir a misa. Llamó a su hija, pero esta como siempre perezosa, no oía las voces de su padre:

—Manuela, Manuela, baja a desayunar. ¡Está niña va a acabar con mi paciencia! —refunfuñaba Pascual mientras ponía la cafetera al fuego.

Agarró un trozo de pan que había horneado la noche anterior y lo corto en rebanadas. El olor a café, mezclado con la acidez del aceite de olivas, aromatizaba la cocina. En el centro de la mesa un plato de porcelana vestía con el color rojo y verde de unos pimientos. Pascual se sirvió el café, al momento apareció una pequeña vestida destartalada con una camisa de su padre por camisón y pies descalzos:

—¡Buenos días, papi!

Rodeó el cuello de su padre con sus diminutos brazos y posó un beso en su mejilla.

—¡Buenos días, mi niña! Apresúrate a desayunar que se nos hace tarde.

Manuela en un santiamén introdujo sus pequeños pies en unas botas de agua, se colocó un chubasquero, asió un cubo enano y se encaminó al huerto.

Pascual la miraba absorto recordando a su mujer, tenía sus mismos ojos, verdes como olivas. Cuando falleció su esposa siete años atrás, la vida de Pascual se derrumbó. Criar solo a una niña tan pequeña y compaginar a su vez las tareas del hogar con el trabajo del campo, le supuso un gran esfuerzo emocional y físico. La mirada de su pequeña le devolvía la paz anhelada y lo colmaba de felicidad. Manuela tenía la habilidad de aprender cualquier labor, siempre lo hacía sonreír; para ella todo era un juego, sus manos cogían pimientos gigantes, a los que les daba vida inventando historias. Él la veía especial, y la adoraba por ser así.

—¡Apúrate Manuela que llegamos tarde a misa! —Le advirtió tras salir de su pensamiento— Te he dejado el vestido sobre la cama.

—¡No quiero vestidos! ¿por qué no puedo ir así?

—Te he dicho muchas veces que para ir a misa debemos de vestirnos bien.

Las lágrimas sordas de Manuela se le clavaron como puñales al cruzar la mirada.

En el trayecto hacia la iglesia no mediaron palabras. Manuela aguantó toda la ceremonia con los ojos húmedos y la nariz roja. Al volver a casa se encerró en su cuarto se quitó el vestido y lo desgarró, haciéndolo trizas. Pascual al ver el destrozo la castigó sin ir al huerto durante dos semanas, para ella ese era su lugar mágico.

Tras pasar el castigo, todo volvió a la normalidad. El nuevo curso estaba a punto de comenzar; Pascual la llevó al pueblo para comprar los materiales y el uniforme:

—¿Qué te parece Manuela? ¿te gusta?

—¡Papá, yo no quiero esa ridícula falda! ¿Por qué no puedo llevar pantalones como mis compañeros? —dijo enfadada.

—Manuela las chicas llevan falda y los chicos pantalones. Y aquí se termina la discusión.

Al salir de la tienda se encontró a algunos compañeros de clase:

—¡Papá, me puedo quedar un rato a jugar! Sólo media hora y vuelvo a casa, ¿vale? —le dijo poniéndole una carita de pena, a lo que su padre accedió.

—¡De acuerdo!, ¡pero sólo una hora!

Antes de la hora, Manuela llegó a casa, con la nariz húmeda. Evitó a su padre, se encaminó al huerto y bajo el olivo se tumbó hecha un ovillo.

Unas horas después, su padre muy preocupado salió a buscarla; pasó por el colegio, el parque, la iglesia, nadie le daba información de donde podía estar. Desesperado, se acercó a un bar donde encontró al padre de un amigo de Manuela:

—¡Buenas tardes, Rafael!, ¿has visto a Manuela?, aún no ha vuelto a casa.

—Sí, hace un rato estaba en el parque, eufórica, había ganado a todos los chicos a las canicas— le contestó haciéndole un guiño extraño.

Desesperanzado volvió a casa por si había llegado, no la encontró, salió al huerto, y allí estaba. La levantó con sumo cuidado y la acomodó sobre la cama, yacía dormida en su dolor.

Cuando Manuela despertó, no quiso contar lo sucedido a su padre, a pesar de la insistencia de este. Enfadado se fue al pueblo a comprar el resto de materiales. Ahí se enteró de lo acontecido. En los pueblos las noticias vuelan. Se acercó al bar que frecuentaba Rafael y le dijo:

—¡No entiendo porque los niños han tratado así a Manuela, se conocen desde pequeños, y ella nunca les ha faltado al respeto! —dijo con cara roja y ojos desorbitados.

Rafael lo miró con una sonrisa irónica. Sin mediar palabras.

—¡No voy a permitir que le hagan daño! —Volvió en sus pies y abandonó el bar indignado.

A su regreso encontró a Manuela desfigurada, había destrozado su precioso cabello a tijeretazos. La réplica de su padre se convirtió en un fuerte abrazo:

—¡No te preocupes, mi niña! Sé que ten han llamado “marimacho”, no voy a permitir que te hagan más daño. Mañana vamos a la peluquería para que te arreglen los trasquilones. Por cierto, ¡te queda bien el pelo corto!

Los problemas siguieron sucediendo durante años, pero Manuela había aprendido a disimular de una manera sutil para evitar que su padre se enterase. Cambió su sonrisa por indiferencia. El acné que cubría su cara, era el menor de sus contratiempos. Dejó de ir a su huerto, abandonó sus pimientos. Metió la cabeza de lleno en sus estudios:

—¡Manuela! ¿Podemos hablar un momento?—le preguntaba su padre. —¡Ahora no puedo, papá! Tengo que estudiar.

Esa era siempre su excusa. Pascual impotente, sentía una presión en su pecho, no sabía cómo recuperar la confianza de su hija, solo esperaba, esperaba.

El verano de su graduación, parecía que había envejecido diez años, su cuerpo demacrado, sus ojos escondidos tras las sombras, denotaban sufrimiento. Una nota de color alumbró su semblante al pensar en la Universidad. Una nueva etapa en su vida lejos del pueblo.

Un día, en su tercer curso de Derecho, sintió un impulso interno dentro de su corazón y llamó muy ilusionada a Pascual:

—¡Hola, papá! ¿Cómo estás?

—¡Bien! ¿y tú, cariño?

—¡Bien, también!, ¿Papá, el próximo fin de semana puedo llevar a casa a una compañera de clase?

—¡Claro! ¡Me encantaría conocerla! —contestó Pascual muy contento.

A la semana siguiente, Pascual escuchó la llegada de un automóvil, escucho risas, ambas chicas hablaban como cotorras. Natalia quedó sorprendida por el lugar, era maravilloso, tal y como se lo imaginaba; tras asearse, y deshacer sus bolsos, se dispusieron a preparar la cena, Manuela se acercó al huerto con Natalia y le enseñó, su rincón favorito, recolectó unos pimientos y los colocó sobre la mesa de la cocina. Miró a su padre muy seria y le dijo con mucha calma:

—¡Papá! Esto es un pimiento verde

—¡Sí! Lo sé —dijo Pascual sonriente.

—Y este otro puede ser un pimiento rojo, o quizás sea un tomate, depende de cómo lo mires.

Cogió la mano de Natalia

—¡Papa! Soy lesbiana, me gusta Natalia, y ella es mi pareja desde hace un año.

Pascual la miró con ojos brillosos, y labios bailarines de alegría, su larga espera estaba a punto de finalizar.

—¡Por fin lo has dicho, cariño! —dijo su padre entre sollozos de felicidad.

Se abalanzó sobre ambas derrumbándolas y se fundió en un fuerte abrazo; lleno de orgullo y felicidad, les regaló un beso efusivo.

—¡Vámonos al pueblo a celebrarlo!

—¡Pero, papá ¿qué hacemos con los pimientos?

—En el pueblo también hay pimientos y tomates, al igual que en todas partes de nuestra tierra —dijo con un guiño de complicidad.

A partir de ese momento Manuela se sintió libre. Ya nada, ni nadie, la iba a dañar, su sexualidad era solo suya, al igual que sus sentimientos.



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