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RECUERDOS

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Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al anterior. Y sus recuerdos se agolpaban en su mente, ahora más que nunca que se acercaba a la vejez. Su infancia en el este levantino no había sido difícil. Sus padres llegaron allí en busca de una vida mejor, dejando su pueblo natal y con muy pocas pertenencias. Y buscando un clima más benigno; el frío del Norte les helaba los huesos. ¡Qué feliz fue Juana los primeros años! Con sus ocho años recién cumplidos y viviendo en una bonita barraca cerca del río, no tuvo problemas en hacer amigos y divertirse con ellos. Se bañaban, jugaban y se tendían a la orilla del río a tomar el sol. Para ella, y sin más obligaciones que ir todos los días a la escuela, aquello era un paraíso.

Su padre, trabajando en los arrozales sin descanso, vivía tranquilo y sin agobios económicos. Su madre, sin embargo, veía pasar las horas y los días con cierta melancolía. Cada día para ella era igual que el anterior. Echaba de menos su nieve en las montañas.

Pero todo cambió cuando Juana cumplió los dieciocho. El tiempo varió y dejó de llover como otros años. Hubo restricciones en las casas durante casi cuatro años y el campo se secó. Su padre se quedó sin trabajo y ella se tuvo que poner a coser.

Al otro lado el río se levantaba una casa de estilo colonial y la dueña, una afable mujer francesa, daba clases de costura a las niñas de la zona. Juana no lo pensó y un día se apuntó para aprender. Enseguida destacó entre las demás y pronto se vio haciendo su propia ropa. Pero tenía que salir de allí pues cada día cosía y cosía y no tenía tiempo de nada más.

Con el paso de los años, su fama de buena modista se extendió por la península y parte de Europa. Creó varios talleres y participó en muchos desfiles. Pero, por desgracia, su vida fue pasando en solitario, no encontró nunca con quien compartir sus sueños. Pero... ¿es que tenía sueños? ¡Nunca había salido de su mundo de telas y alfileres!

Ahora, sentada en su butaca preferida, en su maravilloso piso del centro de la capital, se preguntaba si había merecido la pena tanto esfuerzo. Sus manos y sus dedos estaban ya anquilosados por la artrosis y las cataratas en sus ojos caían como cae el agua en las cascadas. «Tendré que operarme cuanto antes», pensó Juana.

Sonó el timbre de la puerta. Sonrió. Sus amigas llegaban. Después de todo, su vida no había sido tan mala.



Inma Carrera


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