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Se mudaron...

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Se mudaron muchas veces de un lugar a otro hasta que allí nació la pequeña de sus cuatro hijos. El nacimiento fue difícil, los hijos mayores, nacieron rápido y apenas alguna molestia, sus crianzas fáciles, comían bien, dormían mejor, se desarrollaron "normal". La cuarta vino sin buscarla y casi sin quererla. Se habían planteado no ser más fértiles, él o ella se harían su no-querida operación. Para él era más fácil, un día en el hospital y ya. Para Olga tendría que ser más invasiva y más días en el hospital. Olga no quería en el fondo, su forma de pensar y sus creencias ocultas no la dejaban pensar con claridad. Siempre quiso ser madre, tener hijos, una casa enorme, con mucho jardín, con piscina, con un parque con muchos columpios y una cabaña en un árbol enorme que habría en el lado derecho del hermoso jardín. Pero llegó David y lo cambió todo, sus sueños de antaño. David era todo músculo, todo corazón, todo bondad. Y en menos de dos meses ya estaba casada, embarazada de una falta y sin casa ni trabajo fijo. Iban de un lugar a otro, a veces se mudaban en el mismo pueblo dos o tres veces. Sus cajas de mudanzas nunca se terminaban de ordenar. El cuarto embarazo fue inesperado, raro e, incluso, agresivo para su cuerpo. Cuando llegó la hora del parto, no nacía, tenía muchos dolores, no dilataba y lo que nunca pensó, ocurrió: cesárea. Muy dolorosa la recuperación, más dolorosa sicológicamente que físicamente. Sufrió mucho mientras le hacían esa operación, Olga solo pensaba en su padre, un hombre errante y sin corazón que la abandonó cuando era muy pequeña. ¿Por qué sólo pensaba en él? ¿Por qué lo veía cuando cerraba los ojos? Gracias a Dios, se durmió y terminaron todos esos pensamientos.

Cuando despertó, miró a todos sitios y no veía la cuna de su bebé, solo a David llorando. Cuando David se calmó, le pudo contar todo lo sucedido, su pequeña estaba en la UCI, sufrió un paro cardíaco en el momento de estar para nacer. Por eso se paró el parto y tuvieron que hacer cesárea de urgencia. No sabían si saldría con vida del hospital. A Olga le recorrió un frío por todo el cuerpo, que le dio las fuerzas necesarias para ir a visitar a su pequeña. Cuando la vio tan bonita y tan llena de cables dio un paso hacía adelante y con firmeza se prometió que no volvería ser la misma de antes, de estar soñando en cosas, casas, cabañas en un árbol, objetos que de verdad no hacían su vida genial, ni feliz. Solo pensó en estar en casa con sus hijos y con David, disfrutar de cada pequeño detalle por muy insignificante que fuera. Pasaron los días y la pequeña fue progresando en su salud. El día que le dieron el alta, Olga agradeció a todo el equipo de médicos y enfermeras todo su trabajo. Se dio cuenta que ese día fue feliz, el más feliz de su vida. Le dijo a David que no habría más mudanzas. Este pueblo le dio la verdadera felicidad.

Fueron pasando los años y David se operó. La forma de pensar y de sentir de Olga cambió. Una noche soñó con su padre que le mostraba un pequeño espejo de tocador, que era de su abuela. En el espejo se podían ver letras, pero ella no podía leerlas. Se despertó de un sobresalto, con el corazón en la boca latiendo muy fuerte. Se levantó y fue corriendo al desván, donde todavía había una caja de las muchas mudanzas que habían hecho. Pero por casualidades nunca habían abierto. En la caja se podía leer : «Cosas de antaño». Abrió la caja rápidamente, buscó el espejo, sacó una cajita de música de su tía Olga ( de ahí su nombre), una pareja de candelabros de su abuela materna, que les regalo el día de su boda. No les gustaban, pero estaban en la caja de los cuales ni se acordaba. Había muchos papeles de periódicos, pero ni rastro del espejo de tocador. «No puede ser», se enfadaba consigo misma. Cuando frustrada iba bajando las escaleras del desván, le vino a la memoria al día de su llegada del hospital con su pequeña. Cuando se tomó un baño al llegar y secarse el pelo con el secador, lo vio en el cajón donde se guardan sus cosas de higiene íntima. Fue al baño casi volando e intentando no hacer ruido para no despertar a nadie. Abrió el cajón y empezó a sacar, compresas, tapones, salvaslip, algodones y no lo veía ¿tan hondo era el cajón? De pronto notó algo duro y frío. Sintió un calor inmenso por todo el cuerpo, estaba aquí: ¿Quería verlo? ¿Quería saber si había algún mensaje para ella? Pensó en olvidarlo, pero... Por fin lo sacó del cajón. Se preguntaba cómo había llegado el espejo a ese cajón de ese baño. Eso, ahora, era lo de menos ¿quería saber? Lo pensó muchas veces, lo tenía en sus manos, pero con los ojos cerrados por su incertidumbre. Respiró hondo y abrió los ojos. Nada, no había nada escrito, lo miró por todas partes, incluso cogió una linterna de su hijo mayor por si había algún mensaje y no se pudiera ver con la luz del baño. Pero nada. Con pena y abatida se fue a dormir. Por la mañana, cuando todos se despertaron, vieron el desorden del baño y el pequeño espejo de tocador en el lavabo, como olvidado, como tirado, como si nadie lo quisiera. Entonces su querido, pero a la vez despistado David le dijo:

¿Qué hace este espejo aquí? Te lo guardé en tu cajón, cuando la última mudanza. Llevaba una nota escrita.

Olga le gritó :

¿Qué decía, dónde está la nota?

La guardé en la estantería de arriba, para que no se perdiera la metí en el bote de las cosas que encontramos.

¡David! —gritó Olga—. Dame la nota, por Dios.

David se la dio y Olga lloró de alegría. En la nota se podía leer:

“Nunca te abandoné, cuando estés en tus peores momentos siempre estaré. Papá.”

Desde ese momento el espejo de tocador se convirtió en una reliquia. A partir de ahí coleccionó espejos de tocador para sus hijos y a todos le escribía algún mensaje o vivencia personal.


Carmina Villatoro

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