Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al otro. Lucía era una mujer de unos cincuentas años, madre soltera. Le gustaba arreglarse con ropa de colores, moverse de un lado a otro. Tenía muchas ganas de vivir y a pesar de trabajar como limpiadora, se apuntaba a todos los cursos que se proponía. Su infancia estuvo llenas de carencias afectivas, materiales y sociales lo que la empujaba a querer vivir siempre con todo lo necesario, con la gente, y que no le faltara de nada. Estaba viviendo en su zona de confort.
Sin embargo, Lucía se sentía triste, con un ánimo interior de color negro, gris, un fuego apagado y las cenizas alimentaba su malestar. A pesar de estudiar psicología durante siete años, sus noches de terror y de pesadillas ocupaban su mente colonial. Tenía la costumbre de dormir con las persianas levantadas. Porque por la madrugada se manifestaban unas revelaciones que le permitían seguir viviendo y comprender el proceso de evolución de la vida.
Aquella mañana, la voz interior le dijo: «tú lo que tienes es miedo a vivir».
Lucía era conciente de todo lo que vivía y sentía, con el tiempo la aceptación se convirtió en su mejor aliado. Allí de pie mirándose en el espejo el latido de su corazón era tan fuerte que su rostro se movía de acuerdo con la pulsación cardiaca. Sus ojos abiertos sin pestañar reflejaban un coctel de miedo, terror y ansiedad. Agarrando el lavabo el frío de la porcelana congelaba sus manos, igual que el del suelo de mármol enfriaba sus pies. De repente se animó y dijo, esto tiene que tener una solución. Se vistió con ropa de deporte, y se fue a la orilla de la playa. Acariciaba la arena y andaba sin zapatos en el agua. Se sentía viva, reflexionaba, hablaba sola. Cuando de repente recibió un mensaje para cuidar a dos niños. Le encantó la idea. Efectivamente empezó a imaginar unas actividades que preparó y escribió: recogió piedras de la playa para pintarlas.
Pasando el día con Dani y Aaron se dio cuenta que era prisionera de su bienestar. La alegría del pequeño Dani le abrió los ojos y se percató que no se daba el permiso de reírse, de jugar, simplemente de vivir y fluir. La vergüenza era su peor enemigo. Terminó el día agotada, pero con una sabiduría, fruto de esta experiencia que le permitió avanzar, abriéndose para llegar al paraíso.
Por la noche al acostarse dio las gracias a los niños.
Isabelle
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