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UN VIAJE SENTIMENTAL A LA INFANCIA

escrituraupmijas

Escritor: F. Javier Morillo

Pintora: Edith López


Javier escribió este relato con la intención de que un alumno de pintura realizara la obra gráfica. Aquí podéis ver el resultado de ambos trabajos de libre creación.


Ahora llueve, y apenas lo escucho. Los cristales con Climalit ahogan el sonido que debería llegar del salpicar de las gotas de agua sobre la solería de la terraza. La chimenea, aunque pequeña, calienta la habitación, manteniendo el frío a raya. Pero no era así entonces.

Al llegar del colegio, cuando estaba lloviendo, lo primero era hacerse oír; el patio, de grandes lozas cuadradas, se interponía entre mi casa y el zaguán, al que por fin había llegado, empapado, sirviéndome de refugio y de parada obligatoria para conseguir que mi madre, oyese, desde la casa, que acababa de llegar, que abriera la puerta, que me permitiera dar la última carrera, empapado, cruzar la lluvia sobre el patio resbaladizo y no encontrarme la puerta cerrada sin llave, pero tan hinchada por el agua bebida en los últimos días, que era imposible abrirla con mis escasas fuerzas. Entraba como un ciclón, soltando la pesada maleta de los libros, el inútil impermeable y los zapatos chorreando agua. Unas veces, al llegar, ya estaba la copa de picón encendida, en ese caso, me refugiaba en la silla de anea, con el paño de la mesa subido hasta la punta de la nariz, para absorber rápidamente el calor lento; en otras ocasiones, el picón aún estaba por encender y el rito por comenzar. Se cogía el plástico lleno, recién comprado; la copa, con la ceniza del día anterior, la traía mi madre de debajo de la mesa; era necesario tener todo a mano. Una vez echado el picón, rápidamente se vertía un poco de alcohol en el centro; un cerillo provocaba la llama imprescindible para encender las primeras brasas. Desaparecida la llama, un trozo de papel plateado, de las tabletas de chocolate que nunca nos habíamos comido, acurrucaba el calorcito recién nacido y lo hacía crecer; al cabo, mi mano, aún aterida, sacudía con fuerza el soplador y atizaba la lumbre. El dolor de mano al terminar de soplar siempre se compensaba después con el gusto de arrejuntarnos todos alrededor de la mesa, teniendo cuidado con la ropa tendida entre sus patas, esperando a mi madre que, en la cocina, con el cucharón, sacaba a cada uno en su plato, el puchero con garbanzos y hierbabuena; cada cucharada humeante recuperaba el calor robado por la humedad y el frío y preparaba el cuerpo, por si la luz se iba, y había que estar, sin tele, toda la tarde jugando a la lotería.


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