Se mudaron muchas veces de un lugar a otro hasta que Luis cansado de tantos cambio le dio un ultimátum a su mujer.
—Olga, esta es la última vez que nos mudamos —le dijo enojado—. Estoy harto de hacer y deshacer cajas, de aprenderme nuevas líneas de tren, de tener que hacer nuevos vecinos.
Ella le observó en silencio. También estaba empezando a cansarse de aquella vida errante y sin sentido. Necesitaba echar raíces y sentir que por fin había encontrado un lugar al que llamar su hogar.
Decidió que aquella casa junto al lago sería su refugio y que construiría una vida plena y tranquila en torno a ella. «Voy a abrir las cajas de la mudanza», se dijo. Cogió una al azar y al abrirla vio que contenía la mantelería que le había regalado su madre cuando se casó. Era de lino y había sido bordada a mano por las monjas del convento de su ciudad natal. Nunca había sido capaz de usarla, ya que tenía miedo de estropear el único regalo de boda que había sobrevivido a tantas mudanzas.
Comprobó con cierto horror, que la segunda caja contenía la colección de espejos de latón que su suegra se había empeñado en regalarles. «Le darán un aire rústico a vuestra nueva casa», dijo ella toda convencida de sus dotes de decoradora. Odiaba aquellos espejos. Eran pequeños y con un cristal de mala calidad. No valían para mirarse en ellos y mucho menos para decorar. «No se puede comenzar una nueva vida rodeada de algo tan feo», se dijo. Así que los cogió y los volvió a meter en la caja, deseando que Luis se olvidara de su existencia.
Olga pasó toda la mañana enfrascada en abrir cajas y colocar cosas en su sitio. Cada vez estaba más convencida de que esta casa sería la definitiva. Que había dado con el sitio perfecto para dar el siguiente paso y formar una familia.
De niña soñaba con tener una vida perfecta, tal y como había visto tantas veces en las películas. Sin embargo, sus sueños eran tan grandes como sus inseguridades y por eso, año tras año, iba posponiendo la maternidad. Al principio fue el trabajo el que no era lo suficientemente bueno, o estable, o bien pagado, para su formación académica. Después le tocó el turno a la vivienda.
Una noche Luis le preguntó dónde estaba la chica de antaño, la de “contigo pan y cebolla”. Olga no supo responder.
No quería confesarle que nunca había existido esa chica, ya que eso sería como decirle que vivía con una extraña y que estaba atrapado en una telaraña de mentiras.
Fuera como fuese, tendría que hacer de aquella casa un hogar.
(….)
Dunia H.
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