En primavera, cuando decidí escribir, lo primero que hice fue hacer una lista.
En ella solo había un nombre: Violeta. La conocí en mis últimas vacaciones en el norte. Nuestra conexión fue grande, aunque ella apenas salía de su pueblo.
Violeta perdió a su prometido de una manera trágica. Desde que el murió quedó marcada para siempre. Ella era una mujer de mediana edad; alta, delgada , un alborotado pelo canoso y ojos azulados. Claramente se veía que en su juventud, fue una mujer atractiva.
Cada tarde bajaba a la fuente del pueblo con su cántaro blanco y sus madroñas de madera, para no mojarse los pies. Violeta me contó que para ella todo cambió, una mañana, cuando por la radio escuchó el desastre de la Mina de Mieres. Alejandro, su prometido, murió en aquel accidente. Tiempo después y ya pasado el duelo; visitaba cada aniversario el lugar donde el había muerto y dejaba unas flores. Era su rito sagrado.
Nunca volvió a enamorarse.
Continuó con su vida y creó en el pueblo una Comunidad de Vecinos participativa a través de una cooperativa de productos ecológicos consumidos por vegetarianos que fueron famosos en la Comarca.
A veces los humanos somos muy solidarios, Violeta en su afán de ayudar a los demás y siempre recordando a Alejandro acogía cada verano a un niño de los países Bálticos. Desde que llegó a su casa, esa cara de perfil griego le devolvió la ilusión. Este niño fue para Violeta un bálsamo en su vida. Compartían juegos, huertos, comida… Eran felices juntos. Subían al Sueve, la montaña más elevada de la zona. Sin proponérselo fue creando poco a poco un ambiente de amor y ya no se sentía sola.
Aurelia Escalona
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