Tenían que seguir dando vueltas por las calles llamando a las puertas para preguntar si la habían visto. Juan Carlos no había querido ir, prefería esperar en casa para ver si tal vez, en un momento de lucidez, volvía sola.
¡Qué duro se le hacía todo!, Odelsia había sido la mujer más activa, vital, inteligente y creativa que alguna vez conoció. Tal vez por eso la amó con tanta pasión, la amaba, aunque hubiera perdido muchas de esas cualidades. Sin embargo, la melancolía lo solía atacar sin clemencia en muchas ocasiones.
Esa mañana Odelsia había despertado en uno de esos días en los que parecía que no tenía Alzheimer. Esto por un lado era bueno porque le devolvía a la lucidez, pero los primeros minutos eran de crisis. Un caos mental por encontrarse a sí misma diferente, perdida; por ser consciente de su enfermedad y por la culpa que le atacaba al descubrir que, sin quererlo, lastimaba a sus seres queridos. Sentía el peso enorme que llevaba Juan Carlos y la desolaba. Luego, su amor y compañero, tan incondicional como siempre había sido, la tranquilizaba y contenía y, maravillosamente, la conectaba con la persona que era.
Los días como esos ella vestía sus mejores ropas, se maquillaba y arreglaba la casa. Entendía rápidamente su situación y cada minuto de lucidez lo explotaba al máximo. Lamentablemente no sabía cuánto duraría, así que ese día le pidió a Juan que le trajera su radiograbador. Eligió entonces las pistas de sus canciones favoritas y se grabó cantándolas. Esos tangos, chacareras y sambas, que tantas veces había entonado, las cantó como nunca lo había hecho, mejor incluso que en los años en que la su voz era joven y astuta. Después las escucharon juntos, las disfrutaron y las bailaron. Le pidió a Juan Carlos que cuando no entendiera quién era le pusiera sus canciones y que su voz los reencontraría. Bajo las arrugas del tiempo Juan Carlos aún sentía la tersura y blancura de la piel juvenil de Odelsia, y, si cerraba los ojos, mientras la abrazaba su perfume le devolvía a ella, a la que era, a la que por un rato volvía a ser.
Habían pasado tres horas ya desde que Odelsia salió de la casa, no entendía cómo pasó. En un segundo en que se fue a preparar algo para picar, la perdió de vista y desapareció. Estaba tan bien, no entendía porque se había ido. Llamó a los nietos, que por suerte vivían cerca, para que salieran a buscarla. No quería irse porque sabía que, si la claridad la acompañaba, Odelsia regresaría a casa. Pero tres horas ya eran demasiado, pensó y pensó donde podría estar. El barrio no era grande, pero su vecindario, el de toda la vida, había cambiado demasiado. La mayoría de las casas ahora eran edificios y temía que Odelsia no reconociera las calles. Entonces recordó el único lugar que seguía igual, aquel con el cual el paso del tiempo no había sido inclemente y tirano.
Cuando Juan Carlos llegó al bar de Octavio la vio enseguida. Sentada en su mesa de siempre bebiendo su cappuccino con canela. Entró por detrás, estaba Octavio en el mostrador.
—Buenas Juan Carlos, ¡qué alegría verte! Ha venido Odelsia y quería avisarte que estaba aquí, pero es que ya no tengo teléfono y esto de los móviles no se me da muy bien. Ahora cuando llegase mi nieto al turno le iba a decir que la llevara a tu casa. Esta aquí hace una hora más o menos —dijo Octavio.
—Gracias Octavio, agradezco que haya venido aquí —respondió Juan Carlos.
Juan Carlos se dirigió a la mesa de Odelsia y se sentó junto a ella.
— Hola, amor, ¡qué bueno que has venido! —le dijo Odelsia con una sonrisa entre sorprendida y aliviada—. Perdóname , cariño, he querido salir a buscar unas masas para el té, pero la panadería de la otra calle no la encontré. Está todo distinto por aquí, no pude volver a casa.
—No te preocupes amor, me tomo un cappuccino contigo y te enseño el camino a casa. Tú sabes que siempre te enseñare cómo volver, ¿verdad?
—Claro, amor... cuento con eso.
Victoria Denaroso.
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