—¿Janacivir? ¿Genalcir? ¿Jenalvacil?, ¡Por Dios, que nombre tan enrevesado! —exclamó Markus enojado.
—Es Genalguacil, Ge-nal-gua-cil —repitió tranquilamente Thomas, de sobra acostumbrado a los arrebatos de ira de su representado.
Sentado en el salón de su piso de Ámsterdam, Markus Van de Berg se veía incapaz de pronunciar el nombre de ese pueblo andaluz al que su agente insistía que tenía que ir.
—No entiendo por qué tengo que ir allí —protestó—. Si allí no hay museos ni galerías de arte.
—Te vendrá bien alejarte de aquí. Respirar aire fresco —respondió pacientemente Thomas.
—¿En serio? ¿Es que no tenemos aire fresco en Holanda? —le contestó socarronamente Markus, mientras se servía otro whisky.
—¡A ver, dime! ¿qué se me ha perdido a mí en ese pueblo de nombre impronunciable? —insistió.
—Quizás sabrías pronunciarlo si llevaras menos copas encima —le contestó Thomas arrepintiéndose al instante de haber pronunciado esas palabras.
Lo que Thomas Hamilton, representante de artistas con dilatada experiencia, hubiera querido decirle a Markus era que sus últimas exposiciones habían sido un desastre y que llevaba meses sin vender un cuadro. Cada vez le costaba más conseguir su participación en algún evento artístico internacional. Si la cosa seguía así, Markus Van de Berg pasaría de ser una joven promesa a estar oficialmente acabado, si no era que lo estaba ya.
Sin embargo, Thomas era consciente de la fragilidad emocional del artista por lo que le dijo en tono conciliador que había llegado a sus oídos que un pequeño pueblo andaluz quería organizar unos encuentros de arte y que les vendría bien contar con su presencia para tener proyección internacional.
—Piénsalo bien, Markus, serías el artista invitado, algo así como un mecenas. Ese tipo de publicidad nos viene muy bien —le engañó Thomas, muy consciente que el ego es el talón de Aquiles de los artistas.
A esa misma hora, pero casi dos mil cuatrocientos kilómetros más lejos, estaba teniendo lugar otra reunión bastante más complicada en el salón de plenos del Ayuntamiento de Genalguacil. En ella, Fernando Centeno, el alcalde, buscaba la colaboración de los vecinos para ofrecer alojamiento a los participantes en el evento.
—No entiendo por qué tenemos que abrir nuestras puertas a los desconocidos —protestó Paco el carnicero.
—¿De verdad va a ser bueno para el pueblo? —preguntaba Juana, la panadera.
—Alcalde, ¿crees de verdad que un puñado de artistas van a querer venir aquí por la cara?
—A ver, lo vuelvo a repetir, no es por la cara. Nosotros costeamos su manutención y sus materiales a cambio de que la obra se quede aquí —repitió cansado el alcalde—. Es una gran oportunidad para nuestro pueblo. Tendremos difusión internacional y atraeremos al turismo. Si todo sale bien nos convertiremos en el primer pueblo museo al aire libre.
Fernando López, alias El aneas por los objetos que con este material fabricaba, presenciaba en silencio la reunión. No sabía si los artistas iban a dar más dolores de cabeza que ventajas, pero si el alcalde decía que iba a ser bueno para el pueblo pues habría que confiar en él que para eso tenía estudios. Así que ofreció una habitación que tenía libre en casa. Por lo menos iba a tener compañía durante dos semanas, que desde que su hijo se marchó a Estepona a trabajar se sentía muy solo.
Un mes después de ambas reuniones, un Markus absolutamente mareado por las curvas de la carretera se bajaba de un taxi en la puerta de la Iglesia de San Pedro Mártir, patrón de la villa. Fatigado por largo el viaje y con la sensación de que su agente se la había jugado, Markus intentó esbozar una sonrisa con la que corresponder a ese hombre que no hablaba su lengua y que no dejaba de sonreírle mientras hacía gestos y señalaba de acá para allá.
Tras llegar a su alojamiento se fue directo a la cama y, por primera vez desde hacía meses, durmió de un tirón. Le despertó un olor a café recién hecho y pan tostado que le trasladó a los veranos de su infancia en la granja de sus abuelos y colocó una sonrisa en su rostro. Se asomó a la ventana y vio en el patio como su anfitrión estaba arreglando el asiento de una silla con unas varas de un intenso color dorado. «Que cosa más curiosa», dijo para sí, mientras decidía que él también saldría al patio a pintar algo.
Dos sillas y un canasto después, el lienzo de Markus seguía en blanco, pero a diferencia de la angustia que esto le hubiera provocado en su taller de Ámsterdam, en el silencio de ese patio repleto de buganvillas, se sentía sereno y en calma. «Mañana tendré más suerte», se dijo mientras recogía sus bártulos y aceptaba el vaso de vino que le ofrecía Fernando.
Ese ritual se repitió los días siguientes con el mismo resultado. Fernando empezó a inquietarse ya que su huésped era el único de los forasteros que todavía no había hecho nada y de algún modo se sentía responsable.
El domingo, al volver de misa, se encontró a Markus sosteniendo en sus manos las varas de enea mientras las miraba como abducido.
—¡Eh, Marcos! ¿Te enseño? —le preguntó Fernando.
No le dio tiempo al holandés a responder cuando ya se vio sentado en un taburete junto al Eneas que le explicaba con gestos y alzando mucho la voz como había que trabajar el material. Markus sentía que había algo hipnótico en la manera de trabajar de Fernando, en como sus manos trataban ese material rudo y suave al mismo tiempo. No podía apartar la mirada. Era una sensación muy visceral.
Al día siguiente cuando Fernando se levantó, Markus ya había hecho el desayuno y estaba en el patio ansioso por continuar. Ese día no pararon ni para almorzar. Markus estaba como poseído y, con su escaso español, no dejaba de preguntar a un Fernando cada vez más abrumado por el entusiasmo de su huésped hacia un oficio que estaba condenado a desaparecer. Mientras tanto, el lienzo seguía impoluto y sus pinturas se estaban empezando a secar bajo el serrano sol de agosto. Aquella noche Fernando se fue a la cama preocupado por Markus que se había quedado en el patio doblando enea, con la única compañía de las estrellas.
Al día siguiente, cuando Fernando empezó a llamar a Markus para desayunar, se inquietó al ver que el joven no respondía y empezó a buscarlo por toda la casa. Se lo encontró dormido en el patio junto a una figura a tamaño natural hecha de enea que representaba a Fernando reparando una silla.
A dos mil cuatrocientos kilómetros de su Holanda natal, Markus encontró su inspiración. Aprendió a pronunciar Genalguacil.
Dunia Hamed
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