Gloria se despertó de su siesta con un mal sabor de boca. No era de extrañar después de haberse comido un paquete de pipas con sal a la sombra de la majestuosa higuera, bajo la cuál se quedó dormida aquélla calurosa tarde de agosto. En su posición, tumbada boca arriba, podía ver el verde de las hojas del árbol y los frutos que daban algo de frescura y, también, ese olor tan característico de su improvisado refugio.
Se dispuso a ponerse de pie, no sin dificultad dado su estado de mareo, y agarró un higo maduro que automáticamente se llevó a la boca. El dulzor del almíbar le removió los sentidos pasando a una segunda fase de desperezo. Aún así, no se podía mantener en pie sin sentir un pequeño balanceo metido en su cabeza, como si estuviera a bordo de un barco, que por muy estable que fuera, no pudiera evitar que el mar lo empujase de un lado a otro. Por fin encontró el equilibrio suficiente para andar y, pisando las cáscaras de pipas desparramadas por el suelo, se dirigió a la generosa fuente para refrescarse bajo sus abundantes caños de agua que dan caudal al río Guadalhorce.
Cuando llegó al primer chorro se paró y, notando el sol aún ardiente, cerró los ojos. En menos de un segundo deseó que el pilón fuera una gran piscina; o, mejor aún, un enorme río, y cada caño una catarata que vertiera a la corriente. Así, podría bañarse y librarse del calor insoportable. Deseó, alternativamente, por si lo anterior fuera imposible, ser tan pequeña como para poder nadar en la fuente. Tras este pensamiento se dispuso a mojarse las manos para lavarse la cara. Pero, antes de que hubiese abierto los ojos, alguien le empujó, cayendo ella al agua de cabeza y quedando completamente empapada.
Cuando sacó la cabeza a la superficie se dio cuenta de que su deseo se estaba cumplido. Ella tenía el tamaño de una hormiga y nadaba enérgicamente en la fuente que parecía un gran río. Ya no tenía calor y estaba totalmente despierta. Pero estaba muy cansada. Una mitad de cáscara de pipa sería una buena barca para navegar por “el río de las cien cataratas”, tal y como ella había rebautizado a la fuente. Así, procedió a subirse a una y remó sorteando cada uno de los cien caños al tiempo que los contaba.
Al llegar a la última catarata de agua, quiso dar la vuelta para hacer el camino contrario. Sin embargo, tras terminar de contar una centena, algo asombroso se descubrió ante sus ojos: los colores de los arcoíris producidos por el agua salpicada de una nueva catarata. Gloria no lo podía creer. Después de tanto tiempo viniendo a esta fuente, ¿cómo no se había dado cuenta antes de que a su nombre le falta un caño?
José Antonio Robles Zurita
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