Manuel llegó corriendo a la casa de su prometida. Llamó con impaciencia y no tardaron en abrirle. Totalmente exhausto por la carrera cuesta arriba, necesitó de unos segundos para recuperar el resuello:
—Traigo malas noticias —Su expresión era aterradora.
—¿Qué es lo que sucede? —inquirió Soraya, su novia, quien se situó delante de sus padres y enfrente de Manuel.
—Ha llegado a nuestra casa un viajero amigo de la familia y nos ha informado de terribles sucesos, que a buen seguro nos afectarán en breve.
Manuel relató que el viajero les había informado de cómo Andrés el Chorairán, natural de Sedella, concitó los ánimos de los moriscos para incitarles a la rebelión. La gente moza fue contenida por el también morisco Luis Méndez, hombre influyente en Canillas, aunque no pudo evitar que fueran asesinados varios cristianos. Acudió el Juez de Vélez, y muchos moriscos, entre ellos el citado Luis Méndez, fueron presos y cargados de cadenas, y sometidos a crueles tormentos.
Realmente, existía desde hace tiempo un profundo malestar dentro de la comunidad morisca, debido a que el Rey había promulgado la llamada Pragmática Sanción. Pues ésta gente, se mantenía con sus oficios, casabanse, labraban la tierra, dábanse a la vida sosegada. Siguieron ofensas en su ley, en las haciendas, y en el uso de la vida, porque la Inquisición los comenzó a apretar más de lo ordinario. El Rey les mandó dejar la habla morisca, quitóseles el hábito morisco, hubo fama de que les mandaban tonar los hijos y pasarlos a Castilla. Vedaronles los baños, la música, cantares, fiestas, bodas, y cualesquier juntas de pasatiempo. Todo era confusión, sospecha, temor.
Así las cosas, era conveniente que Soraya y su familia se refugiaran en la casa de su padre. Pues al ser este, además de cristiano viejo, persona muy principal en la localidad por su categoría de acaudalado comerciante, sería posible que sus vidas estuvieran a salvo cuando llegaran los soldados del Rey. Esta circunstancia no tardó en acaecer, ya que a los dos días, aparecieron las Christianas vanderas, que comenzaron a subir a toda priessa por la cuesta arriba. Mas los Moros, comenzaron a defender la subida, arrojando muchas piedras con una endiablada invención, y fue que tenían muchas ruedas de molino apercibidas, y por los ojos atravessados unos maderos muy largos y estas arrojaban en derecho de las Escuadras de los Christianos que subían por la cuesta y no avía rueda destas, que no se llevase de camino cincuenta Soldados, si delante los hallaba.
Pero antes o después, y más bien antes, era claro que los moriscos tenían las de perder. Hubo algunas Moras que pelearon como esforzados varones ayudando a sus maridos, hermanos y hijos; y cuando vieron el fuerte perdido, se despeñaron por las peñas más agrias, quiriendo más morir hechas pedazos, que venir en poder de los Christianos. A otras no les faltó ánimos para ponerse en cobro con sus hijos en los hombros, saltando como cabras de peña en peña.
Los que no fueron muertos, fueron esclavizados.
Así las cosas, y con la Inquisición de por medio, la influencia de la familia de Manuel no era ni de lejos suficiente para salvar la vida de los acogidos. Estos decidieron entregarse, para evitar males mayores a sus protectores. La tragedia se cernía sobre las cabezas de Manuel y Soraya. ¿Qué sería de ellos?
—Me entregaré junto con mis padres —dijo Soraya.
—Si tú lo haces, yo iré contigo
—Eso es absurdo. Tú tienes elección.
—No, no la tengo. Podríamos huir. Pero ¿dónde? —repuso Manuel.
—A algún lugar muy lejos de aquí.
—No importa dónde vayas. Siempre habrá un rey, un señor. Y, sobre todo, siempre habrá una religión. Y una Inquisición. Que te perseguirá a ti, o me perseguirá a mí. No existe escapatoria.
Y Manuel se quedó sumido en profunda reflexión, y también depresión. Entendió bien claro que las desventuras que a los humanos suceden no dependen tanto de la propia persona, sino más bien de las circunstancias que en su entorno se desarrollan; y que un individuo es bien poca cosa, pero el concurso de muchos le da categoría al pensamiento y a la actitud que ante la vida tengan ellos. Y que bien valdrían ellos para decidir quién y de qué manera los gobernara. Que tampoco era necesaria la presencia de Dios para tal menester, y aún menos la de sus representantes en la tierra.
Nemesio Burón
Nota del autor: las letras en cursiva están tomadas de las leyendas que se pueden encontrar inscritas en las calles de la actual Frigiliana.
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