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CAPERUCITA

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Cuentan que en una aldea cerca de Ronda nació una niña a la que llamaron Caperucita. Al cumplir cinco años le regalaron una capa de color azul, pero ella decía que era roja, era daltónica, desde entonces la llamaron Caperucita Roja. Y aquí empiezo la historia.

Al poco tiempo de nacer Caperucita, su padre desapareció. Su madre, Magdalena, la crió en una casita, a las afueras de la aldea, con la ayuda de su abuela Remedios. Caperucita pasaba mucho tiempo con su abuela en la casita del bosque, mientras su madre se ganaba el sustento trabajando de planchadora en las casas de los vecinos más pudientes. Para Caperucita la casa del bosque erá muy especial, se conocía todos los recovecos, y le encantaban jugar con los animales. Su abuela tenía una granja pequeñita con gallinas, cerdos y conejos, la niña ayudaba a alimentar a las gallinas y les decía:

—Pita, pita, pita. —Abriéndole la puerta del corral a las gallinas; sus pequeña manos sujetaban un bol con semillas que rociaba alrededor de estas.

Cada día, después de almorzar, se encaminaba entre la arboleda recogiendo flores y frutos silvestres. Un día mientras recolectaba un ramito de flores para su abuela escuchó un extraño ruido. Alertada, caminó sigilosa al lugar y allí los encontró por primera vez: era una cría de lobo. Ambos se asustaron. Caperucita lo observó y poco a poco se arrimó al él, que estaba quieto, y al verlo relajado, le acarició las diminutas orejas. El lobo se ovilló en el regazo de la niña y disfrutaron del momento. Desde ese día crearon un vínculo fuerte de amistad; jugaban a esconderse y encontrarse, competían a ver quién llegaba más rápido a la casa de la abuela, Caperucita le decía:

—Tú tiras por este camino que es más corto y yo por aquel que es más largo,

—¡Vale! —Obedeció le lobo.

Pasaron meses y el lobo creció hasta alcanzar a Caperucita.

Hoy Caperucita Roja es una bella mujer. Entre los recuerdos de Caperucita hay una escena borrosa de su niñez, que rememora:

«Entré a casa de mi abuela Remedios, ya no tenía la cesta repleta de manjares que me había dado mi madre. La puerta de la casa estaba entreabierta y vi a un hombre con ropa militar apuntando con una escopeta al lobo que yacía a los pies de mi abuela, lamiendo un trozo de pastel. La abuela estaba recostada en la cama y observaba al cazador con una expresión horrorizada y un grito mudo. Pero yo grité:

—¡No le hagas daño al lobo, es nuestro amigo y está cuidando de la abuela.»

De esta escena ya han pasado unos años y, como habréis adivinado, el cazador no mató al lobo. Tampoco era un cazador sino el padre de Caperucita, que volvía del ejército. La sangre no llegó al río y, a partir de ese día, todos fueron felices y comieron perdices.

Pilar Núñez-Jazmín

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