Desde que podía recordar, había ido a aquel lugar a esperar a que volviera. Cada mañana, con el primer rayo de sol ya estaba allí, sentado en mi silla, apoyando mis manos callosas en sus brazos. Escuchando el suave rumor del agua del nacimiento del río Genal y el susurro de las hojas. Sonidos que por las tardes eran acompañados por las risas infantiles provenientes del parque cercano. Risas que sonaban como las de aquella época. La época en la que lo conocí.
Cerré los ojos, no sé si por cansancio o por nostalgia, y pude verme como si hubiera sido ayer, jugando en la orilla del nacimiento. Acompañado por el molesto ruido de las cigarras, un helado medio derretido y el calor bochornoso. Siempre acababa metiendo los pies, con cuidado de no mojar la ropa para no enfadar a mi madre. Y fue en uno de esos calurosos veranos cuando lo conocí. Un chico rubio, menudo y paliducho que llamó en sobremanera mi atención, ya que solo conocía a gente de piel morena y pelo castaño, como yo. Estaba agachado en la orilla, bebiendo agua que cogía con las manos y, al verme meter los pies allí, me regañó diciendo que era el lugar donde bebían las hadas. En ese momento, no pude evitar estallar en carcajadas provocando que frunciera el ceño y enrojeciera. Así fue como provoqué la primera batalla de agua de aquel verano y como nos hicimos amigos. Lo que no imaginé es que pronto quedaría encandilado por las historias fantásticas que inventaba y cómo veía especial lo que el resto tomaba como algo cotidiano.
Éramos inseparables, lo llevaba a jugar al campo y a la montaña y le enseñé desde fuera la cueva Excéntrica. Al momento me contó que seguro que allí dentro vivía un enorme dragón que, pese a ser tímido y de buen corazón, no se dejaba ver por los humanos para no sobresaltarlos. Me llegó a contar que estaba en el pueblo en busca de un ciervo mágico que habitaba el bosque. Y, aunque más tarde me enteré de que en realidad visitaban a una abuela suya que vivía aquí, le seguí la corriente y lo ayudé a buscar a los seres mágicos que tanto parecía adorar.
Podía tener una imaginación prodigiosa, pero era el chico más torpe que había conocido. Casi siempre debía llevarlo de la mano, al menos así si se tropezaba podía ayudarlo a mantener el equilibrio la mayoría de las veces. Las que no, volvíamos a casa llorando para que nos curasen. Aunque pretendiera hacerme el fuerte frente a él y aguantarme las lágrimas, una buena rozadura de rodilla escocía mucho. Y así año tras año, aunque tuviese que irse a su país al acabar cada verano, siempre volvía a visitar a su familia. Y volvíamos a beber juntos del río, viviendo un sinfín de aventuras, sin dejar de buscar seres que tal vez nunca veríamos.
Al menos así fue hasta que un verano, simplemente, no apareció. Fui a preguntar a su abuela por si sabía qué había pasado, pero no la encontré en días y poco después me dijeron que se había mudado. Mi familia me mintió diciéndome que habrían buscado otro lugar de vacaciones al mudarse el único familiar que les quedaba aquí. Me sentí desolado ese verano, tenía más amigos, pero ninguno como él.
«Me tengo que ir, pero no dejes de soñar y búscame siempre donde beben las hadas.» Recordaba esas palabras, me las dijo él en un sueño el verano que dejó de venir a verme. Lo estaba volviendo a soñar, ¿por qué? ¿Cuándo me había dormido?
—Ha estado repitiendo el nombre de la abuela y los nuestros, pero ¿quién es John?
—La abuela dice que era un amigo que tuvo hasta su adolescencia y que jugaban mucho en el nacimiento del río. Aquel niño… ¿no recuerdas las noticias antiguas del accidente? Ella dice que el abuelo estuvo obsesionado cuando se enteró. Guardaba periódicos en casa.
—Qué horror… ¿por eso siempre nos pedía que lo llevásemos allí? Pensaba que solo le gustaba ver el agua.
Escuchaba a mis nietos hablar de mí, ¿estaba soñando de nuevo? Abrí los ojos y me di cuenta de que ya no estaba en mi silla junto al río. Parecía una habitación oscura y fría. Me costaba respirar y tenía los pies helados, aunque noté que una cálida mano sujetaba una de las mías. Mientras, alcancé a ver de reojo como salía una vía de mi otra mano. La máscara que me cubría nariz y boca para ayudarme a respirar no evitaba que fuera capaz de notar el insoportable olor a limpio del lugar. Noté una caricia y un apretón en la mano y miré a mi nieta con una débil sonrisa. El resto de mi familia no tardó en llegar. Me sentí más abrumado por ver sus tristes que por mi propia situación. Pero estaba demasiado cansado para moverme, lo estaba incluso para pensar. Así que me limité a sonreírles a todos y a acariciar suavemente su mano.
Cerré los ojos una última vez, para transportarme a aquella época que recordaba tan bien; notando mi respiración cada vez más pesada y costosa y los sonidos y voces bien conocidas, más difusos a cada instante. Sin embargo, al abrir los ojos de nuevo, allí estaba él, esperándome en el mismo lugar donde nos encontrábamos siempre. Aquel donde él decía que bebían las hadas.
Mónica Aguilar Macías
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