Por primera vez la puerta de su habitación estaba cerrada. Muchos años de luces y sombras en su matrimonio habían pasado durante los que aprendió a perderse dentro y fuera de los armarios. Dentro, cuando le tocaba hacer de mujer responsable, trabajadora, capaz, fuerte, con el traje de uniforme. Entonces se perdía, pero sin esconderse de nadie, patrullando por los barrios de la ciudad, aquellos buenos y los malos, los amables y los indeseados. Fuera, cuando salía a otro mundo en que prefería pasar desapercibida; allí buscaba la desinhibición y no tenía que fingir lo que no era real, el mundo no tenía que ser perfecto según el corte de los demás. Digamos que esta dicotomía, enfrentada respecto a múltiples puntos de vista, había sido una descripción adecuada de la vida de Dorothy Egea hasta aquella madrugada en la que su marido, Samuel, acabó con la tradición, prácticamente ininterrumpida en 12 años de relación, de esperar a su mujer dormido en la cama con la puerta de la habitación conyugal abierta.
Dorothy, cuyo instinto de policía no descansaba, sabía que algo distinto ocurría, era algo gordo. Tenía mucho sueño y se dispuso a quitarse la ropa para meterse en la cama. Allí dormía Samuel, su Samy. Parecía un ángel, su ángel de la guarda, excepto por los ronquidos que a ella nunca le molestaron. La situación le pareció fuera de peligro, así que dedujo que quizá no pasaba nada malo. Se quedó dormida al minuto de meterse en la cama. No tenía problemas para eso.
El despertador de Dorothy sonó a las 10 de la mañana, tenía el día libre y quería aprovecharlo para dormir, como de costumbre. Samuel ya estaba despierto, la casa olía a café y a tostadas recién hechas. No era casualidad, pues había preparado el desayuno para justo la hora en que su mujer entrara en la cocina a tomar su americano, como le gustaba a ella.
—Buenos días, cariño —dijo ella mientras se acercaba a darle un beso en la mejilla.
—¿Has pasado buena noche? He visto tu chaqueta. ¿Ha habido reyerta o algo parecido?
—Nada problemático —indicó Dorothy, a la par que abría la boca con un bostezo y echaba mano a su taza de café. Su aire despreocupado contrastaba con el tono medido y serio de Samuel.
—Ayer salí con mis compañeros de curro. Estuve en un nuevo local en el Este.
Las palabras de Samuel despertaron la curiosidad de su mujer tanto o más que el propio café.
—Me alegro. ¿Has dicho en el Este?
—Sí. Se llama “La orilla del Amazonas”—A Dorothy se le cayó la taza de café, de su mano a la mesa. Desparramó parte del líquido que Samuel secó con fuerte determinación—. Lo sé todo. Te vi con Agatha.
—¡Oh, Samy! ¡Lo siento!
—Ya. Yo también. Escucha, tenemos que dejarlo.
Para ella, el mayor acto de amor que jamás le hizo Samuel fue aquella mañana. Su tristeza era profunda porque, a pesar de la verdad, él fue el hombre de su vida. Sus cadenas se rompieron y se sintió libre, confusa, sin rumbo claro, pero contenta.
Pepe Rob
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