Por primera vez la puerta de su habitación estaba cerrada. ¿En qué momento se había hecho mi hermano tan mayor como para cerrar la puerta? Siempre fue celoso de su intimidad, no creáis, y no dejaba a nadie hurgar en sus cosas. Lo guardaba todo bajo llave en el armario grande del abuelo. Ese que estaba al fondo y que olía a alcanfor. A ninguno nos importaba. Primero porque era un pequeñajo y ni mis hermanos ni yo creíamos que pudiera guardar nada interesante allí. Y segundo porque el armario era feo a reventar y desprendía un olor a viejo que no nos invitaba ni a acercarnos. Tampoco comprendimos nunca cómo siendo el peque tan miedoso era capaz de dormir en esa habitación con ese armatoste al fondo. Quizá por eso dejaba siempre la puerta abierta, para tener a mano una vía de escape en caso de apeligro.
Golpeé la puerta con todas mis fuerzas, pero nadie abrió. Me alejé un poco para coger velocidad y darle una patada, como había visto hacer en más de una película policiaca. Pero oí como una música exótica y gente danzando y me detuve. Entonces la puerta se abrió sola dejando ante mis ojos la visión de una habitación oscura y vacía. Allí no había nada: ni música, ni gente bailando. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad logré distinguir al peque que estaba sollozando acurrucado junto al armario. Le pregunté por qué lloraba y me señaló un objeto de cristal roto en el suelo. Era una bol de esas que recrean un paisaje en su interior y que, si le das la vuelta, cae la nieve. El abuelo nos la trajo como regalo al regresar de uno de sus viajes. Representaba un paisaje exótico, como hawaiano, con un volcán. Y al darle la vuelta el volcán soltaba un polvillo rojizo que caía sobre la ladera. A los pocos minutos todo volvía a estar tan quieto como al principio.
—Estábamos jugando y bailando alrededor del fuego y me pidió que le pasara la bola. Cuando la tuvo en sus manos, la dejó caer sin más. Y ahora mi amigo ha desaparecido. ¿Y si se ha perdido y no sabe regresar?—esgrimió mi hermano a modo de excusa.
Yo le dije que podíamos pegar la bola, que no estaba tan rota después de todo. − Pero él no está dentro. Si la pegamos nunca podrá regresar.
Debió ver mi expresión de incredulidad y me señaló la bola. Efectivamente, había dos figuritas muy pequeñas de las que no me había percatado antes. Una tenía un parecido sospechoso con mi hermano, la otra conmigo y luego había un pivotito donde debió estar encajada una tercera figura: la que había desaparecido.
—¿ Por qué estamos tú y yo ahí? —pregunté.
Y la pregunta sonó tan absurda en mis labios que al segundo me arrepentí de haberla formulado. Pero mi hermano interpretó que yo entendía lo que estaba pasando y me explicó que la bola era mágica y que con solo tocarla podías entrar en ella y jugar en la ladera del volcán; que yo estaba allí porque esperaban que algún día entrara a formar parte de sus juegos; que su amigo era el que tenía la magia y que ahora con la bola rota ya no podría regresar.
Abracé al peque para consolarlo aunque no fui capaz de creer nada de lo que me había contado. Entonces abrió mucho los ojos y dijo:
—Él la dejó caer a propósito y, mientras caía, me dijo adiós y hasta siempre.
Seguimos abrazados hasta que las primeras luces del día asomaron por las rendijas de las persiana.
LA OTRA.
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