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FELIZ, PERO CONMIGO

escrituraupmijas

Por primera vez la puerta de su habitación estaba cerrada. Su cuerpo era su casa, su lugar favorito su corazón. Así era ella, amante de las metáforas, soñadora de los imposibles, creyente de la fidelidad eterna. Pero ya sabemos que no es oro todo lo que reluce.


Desde fuera se les veía compenetrados, juntos a cualquier lugar, familias unidas en cada reunión familiar, tenían las mismas pasiones y mentalidad, incluso se atrevieron a dar un paso más compartiendo armario, a partes iguales, ni más para él ni más para ella.


Y ahora te preguntarás, ¿qué pasó? Porque ya habrás intuido que aquello no acabó ni mucho menos bien, acabó peor. ¿El motivo? Depende de cómo lo mires, porque sí, la perspectiva cambia la realidad del que mira y esto no es una metáfora, es una realidad.


Dicen que hay que perderse para encontrarse, pero ¿dónde está el límite? Eso es lo que Sara se preguntaba. Había intentado olvidar aquellas imágenes, pero cada noche se repetían en su cabeza. Trató de autoconvencerse de que era el amor de su vida y terminó dudando de todo, incluso del amor y de la vida.


Había crecido con una manía persecutoria desde pequeña. Un detalle al que, hasta entonces, Javier no había dado importancia. Él era consciente de que ella siempre pensaba mal de la gente, creía que iban a secuestrarla, que le mentían constantemente, que nadie la quería, que el mundo era cruel e injusto. Y encontró en él una salvación, porque, hasta entonces, fue el único capaz de sacarle del pozo de su propia paranoia mental.


Llevaban juntos 6 años, durante los que él le había prometido más luces que sombras. La realidad era otra muy distinta de la que le había pintado, o al menos esa era su versión. Ambos parecían ser la pareja perfecta, el amor ansiado, el apoyo incondicional que toda persona desearía tener, sin embargo, ¿era real? Se lo estaba cuestionando muy seriamente.

Javier era escritor y cada fin de semana iba para refrescar la creatividad a su cafetería favorita del pueblo. Allí le atendía la camarera de siempre, con la simpatía que le caracterizaba, con ganas de hacer la vida un poco más alegre, ¡por qué no! Pues no, Sara no estaba dispuesta a que nadie le alegrara más la vida a su marido que ella y menos una mujer.

De vez en cuando iban juntos a merendar, y las miradas que ella veía allí juraba que no eran normal. Muchas sonrisas. Muchos gestos. Muchos detalles. Mucha felicidad en la que ella parecía no estar incluida y por supuesto, eso le angustiaba. Le producía tal ansiedad que empezó a cogerle el móvil a escondidas, ¿estaban hablando? ¿se daban likes en Instagram? ¿eran amigos o quizás algo más? Así un día tras otro, cada noche una agonía, un sueño que se repetía: el amor de su vida enamorado de otra persona.


Pasó de ser una opción a ser real. Aquella compenetración no era normal. Así la miraba a ella cuando empezaron. Lo que sentía no eran celos, era fuego por el pecho, era rabia, impotencia. Lo veía feliz, pero feliz sin ella. Sara no se atrevía a hablar con su marido, iba a parecer una loca si le confesaba lo que pensaba. Pero como en todos los conflictos, un día, la gota colmó el vaso. Una foto juntos en Instagram, otra vez sonriendo, la mano de ella sobre su hombro, como si hubiera mucha confianza. Hasta aquí había llegado.

No aguantó más, se fue de casa, así sin más, sin decir nada. Recogió toda su ropa y se marchó, le bloqueó de todas partes, como si aquella relación nunca hubiera existido, lo eliminó del mapa en un plis plas. Él atónito perdido, desesperado, llorando y resignado, después de intentar hablar con ella por cielo y tierra desistió, como es normal, nadie aguanta más de un año buscando a alguien que no quiere buscarte.

A los años se enteró del motivo de la ruptura. Evidentemente no podía creerlo. Ojos como platos. Latidos disminuyendo. Estado de shock. ¿Cómo era posible? ¿Por qué no se lo había dicho? ¿Si le quería tanto por qué no habló con él? Se lo hubiera explicado, le hubiera contado quién era esa chica. No podía creerse lo que estaba escuchando. Mil preguntas se le venían a la cabeza. Aquella camarera era su vecina de la infancia, cuidaba de ella cuando eran pequeños por eso lo bien que se compenetraban.

Javier se preguntaba: ¿qué hacía ahora? ¿llamaba al amor de su vida? ¿se lo explicaba? Y la pregunta más importante: ¿merecía la pena? Se dio cuenta de que ella no le quería incondicionalmente, quería poseerle, no quería su felicidad, quería que la hiciera feliz a ella, y ahí encontró la respuesta.

Él quería alguien con quien compartir sueños, no alguien que quisiera poseer su habitación, su casa, su corazón. Que el amor está para volar juntos, no para cortar alas.


Doblelopez


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