Culminaba su siesta la Plaza Nueva. Suponiendo que ya era la hora reservada, se levantaba el telón. Ella apareció espectacular, con sus pies desnudos, pisó la extensa y tórrida losa que acuñaba el sol de julio. En Arroyo de la Miel rebotaba un brillo que enceguecía, desde el suelo al cielo. Había llegado así frente al carrusel sin niños, inmóvil y silencioso, el que se destacaba en el parque Pueblo Sol.
Su cuerpo parecía flotar dentro de un colorido traje flamenco. Con suaves palmas coreografiaba círculos y medias lunas que vienen y van. Tan de pronto como sus oídos se prestaron a escuchar lo que era el chasquido del tren de cercanías que llegaba a su estación, se apresuró. Era el detonante que anunciaba la hora de actuar. Cogió los zapatones y las castañuelas que había depositado a priori en uno de los gigantes tiestos, el amarillo por más precisión, de los tantos que adornan aquel lugar.
Era, pues, la hora. ¡Ella lo sabía!
El violín, con su hilo musical, envolvió la candente atmósfera estival a las cinco de la tarde. El cuerpo de Almudena, y el cla, cla, cla de sus castañuelas, se dejaron llevar mientras sonaba el ritmo Entre dos aguas, del genial Paco de Lucía. Era exactamente lo que hacía unos días desde su casa escuchaba y, esta vez, desde su alma flamenca lo quería bailar.
La música exultante del violín, de un italiano de paso, daba sonoridad con sus ensayos de tarde en tarde. ¡Almudena lo sabía! Él esperaba el momento cuando la siesta de los vecinos estaba llegando a su fin, sin importar que los que acudían a esa hora a la playa y día a día se lo perdían. Esa tarde, ella, danzando con arte y maestría, acompañaría lo que él practicaba hasta su fin.
Ventanales, arcadas y toldos verdiblancos que limitan la plaza junto a la calle, a las cinco ya pasadas en una tarde de julio, mareábanse con la brisa impregnada del violín y de castañuelas y giros de una mujer danzando.
La plaza, toda, de pronto quedó en silencio. Aquella música cesó. Almudena volvió con agilidad al tiesto amarillo y gigante, dejó allí los tacones y se quitó el atuendo flamenco. Debajo de este, brilló una silueta ceñida por una falda negra de gran corte, la que sus piernas dejó entrever. Colocó en sus pies nuevos zapatos, de más fino tacón, pero no menos elegantes.
Del violín se despegó el ritmo de un tango. El cuerpo de la joven se posicionó para bailarlo. Ella lo había escuchado en silencio más de una vez, interpretado, tan exquisitamente, siempre por aquel italiano oculto detrás de algún ventanal. Añoraba con ternura en el subconsciente, ante el placer del sonido, la presencia de su padre y de su madre. Siempre lo bailaron maravillosamente, decía, durante aquellos viejos tiempos que la vieron crecer. Ahora pensaba que, desde donde estuvieran ellos, la estarían mirando. Así quiso que aquel fuera el homenaje a sus padres tangueros. Hacía muchos años, más que los que ella tenía, que habían dejado su tierra rioplatense para venirse a España. Juntó entonces sus palmas y apuntó al cielo, mientras seguía bailando.
Un joven que por allí pasaba, con extraña gentileza, al verla bailar tan solita se ofreció para acompañar. ¡Qué bien lo pasaron los dos, mientras el tango sonó!
A su debido tiempo, el espectáculo llegó a su fin. Desde las ventanas, sobre los toldos y las arcadas que al lugar acompañan, vibraron todas las palmas y hasta el violinista se dejó ver y aplaudió.
El tren de las cinco y veinte, con destino a Málaga, fue cómplice de los aplausos con su traquetear debajo, rodando sobre sus rieles, desde las entrañas de aquel lugar. Sin querer, después de llorar, las lágrimas de Almudena se fueron detrás de él.
El violín siguió sonando de tarde en tarde, sobre las cinco, hasta que un debut final tuvo que recrear. Razón sobrada fue aquella para la que un artista escondido, día tras día, ensayó.
Margarita de Mello
Комментарии