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HIJO DE LA CUEVA

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Me ha costado la vida ponerme en pie, ayer se sembraron los dos bancales de la parte sur de la finca. Estoy molido, se ha escuchado al gallo y detrás mi padre, todos en pie. Es lo que tiene el campo, que no se para. Mal comer unas gachas y a por guano.

A mediados de marzo a estas horas hace rasca, pero cuando dice Lorenzo aquí estoy, pica y mucho, así que me voy con una camisa nada más. Estoy cerca del cruce para subir la empinada hacia la cueva, cuando un señor muy emperifollado me pregunta por el dueño de la finca, mi padre. Le indico el camino a casa y aquel señor tan distinguido se quita su sombrero al despedirse; he pensado que cuando sea mayor, más que ahora, tendré un sombrero como aquel, igual. Sigo perdido, imaginando mi sombrero y los bancales que quedan por sembrar, cada vez me da más asco recoger el guano, pero a ver quién dice algo, me quedo sin gachas.

Llego a la entrada de casa y veo al señor del sombrero despedirse de mi padre. Cuando nos quedamos solos la intriga me puede y le pregunto: aquel señor le ha pedido permiso a mi padre para visitar la cueva del guano. Es maestro de una universidad, con nombre muy extraño, y sospecha que en aquella cueva podrían existir restos antiguos. Lo digo así porque la otra palabra que mi padre ha dicho no la he escuchado en mi vida.

Así que, después de almorzar, nos reunimos con aquel señor del sombrero. Yo que voy detrás, escucho cómo le explica a mi padre la profundidad de la montaña, el cauce del río, la entrada de la cueva, su posición y mil cosas más. Yo no entiendo cómo el hombre dueño de mi sombrero sabe tanto, si no es de aquí. Entramos, apenas hay guano, porque yo lo recogí todo. Nunca me dio por adentrarme, ¿para qué? Pues hoy, lo hacemos. Mi padre camina primero y Verner, que es como lo llama mi padre, detrás; y saca una linterna que de pronto hace salir a todos los murciélagos. Jamás vi un espectáculo como aquel. Sabía que existían, no os creáis, pero no en mi cueva. Después me explica mi padre de dónde viene el guano. Desde aquella ráfaga de luz, jamás volveré a ver este agujero igual. Creo que mi boca llega al suelo en el momento que una pared de piedra queda iluminada. Es enorme y llena de dibujos, pero como si mi hermano pequeño coge un tizón de la candela y se pone a dibujar caballos, vaca y todo lo que se le ocurra. Pues igual. Y un pez enorme, impresionante. Perplejo estoy.

Los escucho hablar y no me entero de nada, hasta que el cocotazo de mi padre me saca de mi atontamiento. Sigo andando, frotando mi cogote, y Verner entra en otra sala más pequeña, se tira al suelo y comienza a escarbar. Y lo mejor, me da la linterna para que le dé luz. Él que sigue a lo suyo y mi padre muy atento. En ese momento, saca un trozo de plato medio roto de barro, se miran y sonríen. Y yo que no me entero, ¿qué alegría da ver un trozo de plato roto?

Mis padres susurran, hablan de la cueva y por más que quiero enterarme no puedo, el sueño me vence. El gallo me despierta, no he acabado el desayuno cuando mi padre me dice que hoy no voy al tajo, que tengo que estar en el cruce para esperar al señor Verner y ayudarlo en todo, y que nada de ir hablando, calladito. Por un momento creo que es fiesta, hasta que mi madre me recuerda que tengo que ser obediente y respetuoso, como de buena familia. Siempre está preocupada con lo de buena familia, buena apariencia y no sé qué de qué dirán. Plantado en aquella esquina, miro hacía el camino del pueblo. Ahí viene, con su maravilloso sombrero y un burro cargado de cachivaches. Como yo soy educado, por eso del qué dirán, le doy los buenos días. El señor Verner, que lo es más que yo, hace lo propio, y que si subirá el burro, y que ya le digo yo que sí. Dos horas más que menos que llevamos en la cueva y el burro tan tranquilo. Todos los cachivaches muy bien extendidos sobre la lona. Verner, muy concentrado y yo más, porque me lo ha dicho mi padre, que a este hombre lo que diga. Y lo difícil es retener todas las palabras que me dice mezcladas con las herramientas, pero estas las conozco porque se parecen a las que utilizamos el año pasado para hacer el corral.

—Tomás, ¿Sabía usted el gran hallazgo del que somos testigos? Imagino que no. Seguramente no habrá oído nunca hablar del paleolítico o la clasificación en los tiempos, seguro que no. Lo aprenderá, Tomás. Y a quererlo, que es más importante aún conservarlo, ya lo verá, Tomás, ya lo verá.

—Sí, señor Verner, pero no me llame de usted. ¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

—Por supuesto. —Su sonrisa era tan grande como la cueva.

—¿Cómo puede haber un pez tan grande dibujado en aquella pared, aquí no llega el mar?

—Buena pregunta, de eso se trata nuestro trabajo, Tomás, de conocer aquellos que habitaron antes ¿Recuerdas las marcas que te enseñe en el risco de la Cueva de la Pileta?

—Sí, las rayas de colores de la montaña.

—Eso mismo, pues por esas marcas podemos saber que el mar inundó hace millones de años estos lares.

—¡TANTO! Vaya…

Yo, muy serio, porque el hombre se ve muy entregado a su explicación. Pensando que sería muy dura esta tarea, resulta que no. Y lo peor, que me está gustando; no tanto como su sombrero, pero sí bastante. Llevó cinco días con el señor Verner, ya viene solo sin el burro, tenemos desenterrados toda la parte norte de la cueva, sé que es la norte porque lo dice él. Como decía, la parte norte está casi completa, hay un montón de vasijas rotas, huesos y todas clasificadas por etiquetas. De esto me encargo yo, que tengo caligrafía de maestro. Voy entendiendo la importancia de esta labor, ¿Me habré bañado veces, en la Charca del Gato? Y todas sin saber lo que aquí hay.

—Muchacho ¿Me escuchas?

—Perdón, señor Verner, dígame.

—Te decía que mañana llegan unos colegas de Londres.

—Entonces, ¿no subiré más con usted?

—Para nada, muchacho, al revés, ahora te necesito más que antes. Tendrás que ayudarme a enseñar todo el perímetro y nadie mejor que tú. Y seguir aprendiendo Tomás, eres un chico listo. ¡Ah! Y debes llevar esto para no pasar calor —me pone su sombrero y bueno ya con esto me doy por satisfecho.

Aunque como dice mi madre, siempre se tuerce una espiga y es que la envidia… Por mucho que mi padre quiera esconderme, pues no puede. El señor Verner me había nombrado su ayudante, así es como me enteré del revuelo en Benaoján con la llegada de los arqueólogos. Al principio bien, por los dineros que se dejan, pero cuando Don Mateo descubrió lo que teníamos en la cueva, pues quiso reclamar unos derechos de arrendamiento que decía que eran suyos. Y es que Don Mateo es el dueño de casi todo, menos de nuestra cueva. Suerte que en este tiempo Verner, sin el señor, que es como quiere que lo llame, trae un abogado que ha puesto fin a la discordia. Lo he sufrido mucho, la verdad, por mi padre y por mí también. Ni a misa iba por tal de estar donde el guano ¿Quién me iba a decir? Y así es como me he convertido en el hijo de la cueva, yo, Tomás Bullón. Bueno y porque aprendí a andar en aquel lugar, que todo hay que decirlo.


Ángela Estrada

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