Por primera vez, la puerta de su habitación estaba cerrada. Cavilaba, tendido en la cama, sobre la actitud de esa mujer. Le había gustado, al punto de arriesgar las relaciones con su novia. Se conocieron en un congreso, a varios centenares de kilómetros. Entre luces de neón durante el día y otras tenues, en restaurantes y veladores que sugerían los organizadores para que los compañeros se conocieran en cenas distendidas.
Quedó en algunas confidencias; miradas algo más sostenidas que habitualmente y la certeza de que tenían peligrosa afinidad.
Al volver, prosiguió con su vida. Atendía sus obligaciones y continuaba saliendo con Marta. La quería mucho, pero echaba de menos en ella la viva inteligencia de Susana. Hoy se sentía perdido sin ambas. Dos años de la mano de Marta y una noche de … Eso, ¿de qué? Ni lo recordaba con precisión.
Susana había venido a la ciudad para impartir unas conferencias y lo llamó. Cenaron los tres una noche. Al día siguiente, paseó con Susana después del trabajo y se reverdeció aquella atracción inconsciente, al punto de que, en un arrebato, se besaron, pero nada más. Cenó luego con Marta.
Recordaba que el día siguiente, tras la cena, en cuya preparación Marta se esmeró y a la que invitó a Susana, su novia se marchó a pasar el fin de semana con sus padres, dejándolos en el apartamento de él. Luego de unas copas, se dejó llevar por la pasión y se acostó con Susana. Ahí se difuminaban sus recuerdos. Despertó solo, tarde y en un charco de orines. Al principio le sentó mal, pero entendió que un episodio de incontinencia puede sufrirlo cualquiera. Llamó a Susana, pero no le atendió el teléfono. Estaría avergonzada, podía entenderlo. Pero había pasado una semana y Susana mantenía su actitud. Ni un mensaje, ni una disculpa.
El lunes siguiente, Marta lo dejó. Porque la asaltaban dudas existenciales e iba a solicitar un traslado a la ciudad de su infancia. Se mostró irreductible. No alcanzaba a comprenderlo. Se miró nostálgicamente en los espejos que cerraban los armarios.
Susana, precisamente en ese momento, contaba a una amiga que conoció a alguien. No estaba casado, aunque tampoco ocultó que tenía novia, Marta. Para ella había sido un flechazo. Se enamoró intensamente, aunque procuraba disimularlo. Buscó el pretexto para verlo de nuevo, ofreciéndose a dar unas conferencias gratuitamente en universidad cercana al domicilio de él. La invitó a cenar en su apartamento. También había llamado a Marta. Ésta llevó la cena. Una exquisitez. Luego, facilitó las cosas marchándose esa noche de viernes a pasar el fin de semana con sus padres. Tomaron unas copas, se acostaron y Arturo la abrazó. Al poco, parecía drogado. Después de varios meteorismos, se durmió, medio abrazado a ella y, luego, se orinó en la cama. Intentó inútilmente despertarlo y se marchó. Nunca hubiese imaginado que fuese un grosero y, tal vez, drogadicto.
Marta tomaba una infusión con su madre. La mujer preguntaba por Arturo, ese muchacho tan educado. Explicó a su madre que, luego de volver de un congreso, hacía meses, lo notó algo cambiado. Era una mutación sutil y no le dio más importancia. Sería el trabajo. Pero vino a la ciudad una profesional que conoció en ese congreso. Advirtió algo en sus miradas y una noche olió en el cuello de Arturo un rastro tenue del perfume de ella.
En la cena del día siguiente, que Marta se ofreció a preparar, dispuso los postres en porciones individuales. En el de él mezcló diuréticos y benzodiacepinas, que para eso era enfermera. El primer plato, brócoli. Conocía las digestiones de Arturo.
—¿Y todo eso qué significa, hija?
—Que dejé a Arturo convertido en una botella de agua con gas, mamá. Con la chapa levantada y sueño como para tumbarse.
—¿Qué pasó?
—Me quedé en el coche. A las dos de la madrugada salió Susana del portal, apresurada y con una deliciosa mezcla de cólera y estupor dibujada en el rostro. La recogió un taxi que habría llamado.
Horacio
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