Casi había transcurrido la mitad de septiembre. Descansaba yo en un banco de la plaza, con la familiar fachada blanca, ribeteada de albero, de Nuestra Señora de la Oliva a mi izquierda. Ante ella, una pérgola, sostenida por ocho columnas de ladrillo, sobrepasada por el reloj, tres campanas y cruz de la parroquia. Tal columnata separaba el templo y la fuente, unos cuantos metros a cuya espalda reposaba yo. Alzando la vista, reparé en que mi hermana y mi cuñado se aproximaban como torpedos ceñudos. Sus expresiones, entre iracundas y cansadas.
Juan me clavaba, sin recato, la mirada. La voz gritona de Carmen los precedió:
—Manolo, sabes que papá y mamá están pasando la temporada con nosotros …
La conozco bien y no tenía escapatoria. Encontré, sin embargo, inquietante la actitud de Juan, normalmente su víctima o su fugitivo. Nunca se sumaba a la cólera conyugal. Cuando llovía sobre otro, solía escabullirse hasta la última mesa del pelao, justamente en la esquina del local, bajo el anticuado televisor.
—Lo que has hecho con la niña no tiene nombre —Manolo, casi me ladró.
—Hombre, Juan… —exclamé, buscando entendimiento en los ojos de su consorte.
—Ni hombre ni nada. Parece mentira que seas mi hermano.
El tono de Carmen activó algunos sensores auditivos. La relevó su marido.
—Es tu sobrina, cuñado —Pareció escupir nuestro parentesco.
—Además, hiperactiva, canalla. Sabes cómo toma todo a sus diez años.
—Sacáis las cosas de quicio, me defendí.
Ya era el blanco de varias miradas inquisitivas. Aquí nos conocemos todos. O casi, porque la parte nueva, esa extraña guirilandia, es otro mundo.
—Tus padres, tu hermana y yo llevamos cuatro días casi sin dormir.
—¿Y qué tengo que ver con eso?
—¡Sinvergüenza, mal hermano! ¿Después de lo que diste a la niña pretendes librarte?
—Pero si ella lo pidió. Lo había visto con algunas amigas.
—Sí, justifícate. Lo hiciste deliberadamente.
Juan tenía los ojos inyectados en sangre, tal vez por no dormir. Nunca lo había visto así y los vecinos que habían formado el corrillo tampoco.
—Se ha acostumbrado, Ma-no-li-to. Sabes cómo es.
—Quítale la costumbre.
—La cabeza te vamos a quitar, gañán.
—Leche, Juan, tampoco exageres.
Los circundantes murmuraban.
—Cuatro días sin dormir. A papá y mamá les llegan las ojeras a los pómulos. Y la niña no para.
—¿Y qué queréis que haga yo? No actué con maldad.
Algunos curiosos se remangaban y uno sacó la navaja y una naranja, que no pelaba, del bolsillo.
—Si no eres malo, serás retrasado, Manolo. Nos vamos por no estrangularte.
La concurrencia rompió el cerco, pero se mantuvieron cuchicheando en grupitos y observándome. Advertí que alguien se había sentado junto a mí cuando identifiqué la voz de Pepe.
—Te lo advertí, Manolo. Lo de la niña traería consecuencias. Tienes a la familia sin conciliar el sueño y con los nervios de punta.
—Tú estabas allí, Pepe.
Un parroquiano empuñó con fuerza el bastón.
—Pero te lo dije: no lo hagas. Es una niña y muy inquieta. Parece que no puede consumir toda su energía. La has liado bien.
—Entonces, ¿en serio crees que no debí comprarle el tambor? ¿Tal vez una trompeta?
—Vete a hacer puñetas.
Se levantó y lo observé alejarse con algunos ociosos. Mi mente voló a Oporto. De nuevo intentaría volver. Me fascina el mercado do Bolhão, pero la mollinata histérica que concibieron mis padres frustró el proyecto de desplazarme allí pocos días antes, pretextando que no podía ausentarme del pueblo en fechas tan señaladas. En fin, la banda de trompetas y tambores de la cofradía constituye otra tradición local y la pequeña disponía de medio año para deleitar, con sus prácticas, a su santa madre.
José Ramón Cabello Hernández
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