Como cada noche, mi abuela María se sentaba en el borde de mi cama a contarme aventuras de su juventud. Aunque iba dejando mi niñez atrás, ella no dejaba de dedicarme esos momentos.
Sonaba su voz al mismo tiempo que escondía sus canas dándole forma a su roete.
—¿Abuela que me vas a contar hoy?
—Te contaré la historia de cuando fui bandolera
—¡Bandolera! —exclamé asombrada.
—Sí, querida niña.
Mis ojos se abrieron llenos de curiosidad y me dispuse a escucharla:
—La diferencia entre ricos y pobres hizo que viviera una doble vida. Durante el día trabajaba en el lagar con las mujeres del pueblo elaborando la uva pasa; cantábamos canciones populares al compás del sonido de las tijeras.
»Cuando la noche se acercaba, recorría las calles serpenteantes que me llevaban detrás de la iglesia San Mateo donde me esperaba mi caballo, simplificaba mi ropa y recogía mi pelo. Cabalgaba por los caminos y viñedos que se confundían en la noche.
—¿Abuela, y no tenías miedo a la oscuridad?
—No, no temía a la oscuridad, como las estrellas no temen a la tormenta.
»Con habilidad y destreza, me ocultaba pacientemente y esperaba que pasaran por aquellos caminos solitarios viajeros con caudal que se convertían en víctimas. Esa fue mi forma de rebelarme y así, repartir las riquezas de forma justa.
—¿Abuela, y cómo te llamaban?
—María, la bandolera. Aunque esta vida era poco convencional para una mujer de mi época, me sentía segura y confiada, y sabía que no podía rendirme porque de esta forma actuaba contra las injusticias. Fue entonces cuando escuché por primera vez la leyenda que pasaba de generación en generación. Un rey moro, ante la invasión cristiana, quiso esconder sus joyas y pertenencias de gran valor en una cueva alrededor del río Almáchar. Pensando que algún día regresaría a esas tierras. La búsqueda se convirtió en un desafío para mí.
»En las noches de luna llena pasaba por los jardines del Forfe, al margen del río, donde llegaba a la entrada de la misteriosa cueva. Allí solo me encontraba con el eco de mi voz y alguna vez me encontré con un animal desorientado. Indagaba minuciosamente cada rincón…
Tras mirarnos con complicidad, le pregunté a mi abuela:
—¿Abuela, abuela, encontraste el tesoro escondido?
—Para saber la respuesta, solo tienes que mirarte el brazalete de oro que luces en la muñeca.
L. Reyes
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