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LA FUENTE DE LA DONCELLA

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Nadie me iba a salvar. No había remedio alguno para mi enfermedad, eso habían dicho los doctores. Ni remedio ni procedimientos médicos posibles. Así que mi única oportunidad de no morir era encontrar la famosa Fuente de la Doncella, aquella en la que sanabas con tan solo beber su agua. Solo había un problema: las leyendas contaban que dicha fuente se hallaba en las profundidades de la Cueva de Nerja, custodiada por feroces sirenas, capaces de arrancarte el corazón si tus intenciones no eran las correctas.

Pero ya nada me detenía, y hacia allí me dirigía, dispuesta a arriesgar mi vida. O lo que quedaba de ella. Atravesé con impaciencia las calles de Maro, sin pararme a observar sus blancas fachadas o toda la colorida vegetación que crecía por doquier. Subí las escaleras que me llevarían hasta la entrada de la cueva, y me paré en seco al ver una silueta masculina. Sabía quién era, por supuesto. Maro era un pueblo pequeño y todos se conocían. Víctor Moreno. Le encantaban las cuevas tanto como a mí el mar y los libros. Hubo un tiempo en el que yo lo acompañaba en sus aventuras, y observaba con atención sus dibujos llenos de estalactitas y ríos subterráneos, pero eso quedo en el pasado. Sus facciones afiladas estaban enmarcadas por un manto de cabello negro y rizado. Nadie sabía cómo o cuando, tal vez en una pelea con su padre, pero una gruesa cicatriz recorría uno de sus ojos marrones. Tal vez nunca lo admitiría, pero aun sigo extrañando los momentos en los que éramos mejores amigos. O algo más que eso.

Me preguntó a dónde iba con sorpresa, siguiéndome en cuanto entre a las profundidades de la cueva, linterna en mano.

—A buscar la Fuente de la Doncella —respondí.

—Pero es peligroso —me volví hacía él y lo apunté directamente al rostro con la linterna.

—¿Y desde cuando tú te preocupas por mí?

—No seas así, Laura, sabes que sí. —Suspiró, resignado—. Yo sé dónde está y tú me vas a seguir si no quieres perderte.

Me arrebató la linterna y comenzó a avanzar, guiándome. Sobre mí, las paredes de piedra se cernían, oscuras y escalofriantes. En el techo, colgaban miles de estalactitas, afiladas como cuchillos.

—Deberías volver a casa —susurré, y mi voz hizo eco en el espacio.

Pese a que corto su relación conmigo sin ningún motivo, no podía evitar preocuparme.

—Muy gracioso, Laura. —Giro en una curva de repente, cada vez adentrándonos en las profundidades más y más. Como única luz la de mi linterna—. Prefiero estar aquí, soportándote, que volver a casa con mi padre.

Me quedé callada y continuamos andando, durante lo que me parecieron horas. Hasta que una luz blanca nos llevo hasta un agujero excavado en la roca. Víctor pasó primero y yo lo seguí. La entrada desembocaba en una gran sala, iluminada solo con el brillo de la luna que caía desde el techo sobre un lago de aguas oscuras. Y en medio, sobre una pequeña isla, la Fuente, brillante y tallada en mármol. Sonreí esperanzada. Casi podía saborear el agua encantada, pero, cuando fui a meter un pie en el agua, Víctor me detuvo.

—Es peligroso, Laura. Hay sirenas. Sirenas muy malas.

—¿Se puede saber cómo sabes eso? —pregunté enfadada—. Porque, que yo sepa, no tienes ninguna razón por la cual venir aquí.

—Pues claro que sí. —Lo miré confundida—. Tú. ¿Por qué crees que tengo esta cicatriz? Me la hicieron ellas, cuando trate de pasar.

Una cabeza emergió del agua antes de que pudiera responderle. Era una sirena, y sus terroríficas garras me señalaron a mí, y después a la Fuente. Su cola repleta de algas se revolvió impaciente, salpicándonos de agua. Observé a Víctor unos segundos antes de volver a hablar.

—Entiendo que tal vez no querías meterme en tus problemas y que por eso dejaste de hablarme. —Suspiré—. Pero tú no me molestas, Víctor. Y si salgo de esta quiero que todo vuelva a ser como antes.

Le di un beso en la mejilla antes de zambullirme en las heladas aguas. No sé si las sirenas podían captar el hedor de la muerte sobre mí, y por eso no me detuvieron, pero pude llegar a la Fuente de la Doncella. Agarré con mis manos temblorosas un poco de agua y miré por última vez a Víctor que me sonreía desde la distancia. Un nuevo comienzo empezaba para mí. Y la posibilidad de vivirlo.



María Rodríguez Moreno

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