La partida caminaba, pese al cansancio acumulado de los últimos días, a buen paso. Frente a ellos, el sol los deslumbraba inmisericorde; a pesar del cegador brillo, indiferente, el jefe de la partida esforzaba su ya desmejorada vista tratando de vislumbrar la entrada del dolmen al que, sin duda, él había contribuido más que nadie de los alrededores. Su memoria avivaba los recuerdos desde aquella lejana luna en que el constructor acudió a él. «Será algo que nunca vieron nuestros antepasados y algo que no verán nuestros descendientes hasta que pasen muchas generaciones», recordó que le dijo. Lo cierto, es que le cautivó. Él, el jefe del clan, tan apegado a las tradiciones de viejas leyendas que se narraban alrededor de los hogares cada noche, lo apoyó. Contribuyó con sustento a los obreros, tanto de sus corrales como de la caza, que no abandonaba como fuente esencial de alimento. Los animales de corral, pensaba, eran de pocas especies: cabras, algún jabato y pocas vacas. De semillas, trigo y poco más. El campo le brindaba más variedad y, sin duda, más sabores. Los sabores del campo, repetía constantemente alentando a los jóvenes a no abandonar las antiguas tradiciones, tan mermadas ya. Aportó hachas de mano de extraordinaria calidad, bien pulidas y de buena masa, que sirvieron para talar y preparar los árboles con los que desplazarían las grandes piedras. Hizo fabricar cuerdas resistentes. Lo dio todo.
A veces, en el deambular de la fila, se volvía para comprobar que todos iban bien. Tras esa rutinaria confirmación, levantaba la mirada hacia el Oeste, donde se veía en ese horizonte recortado por la inmensa cabeza que, según decían todos, era su fiel imagen. A él no se lo parecía, pero se callaba y consentía con la sonrisa que permitía su ajado rostro. Pronto, se decía, seremos uno.
Los cazadores que le acompañaron en su última batida se miraban compungidos. El chamán lo dijo si dudarlo un instante. Al Gran Hombre del clan le quedaba poco. No más de dos lunas… ¡y esa era la segunda! Debían volver pronto de la partida. Capturada la presa que se llevaría el Gran Hombre al mundo del sueño eterno, debían volver. El dolmen estaría terminado a su regreso. Pero aún no lo veía. Ese maldito sol destellaba hasta dejarlo ciego.
Bajando el pequeño y último cabezo, oculto el sol por el propio dolmen, al fin vio la entrada. Unas antorchas prendidas y unos hoyos en el camino en el que se habían prendido hogueras iluminaban, aún tímidamente, la suave loma de subida. El corazón se le paró, el pecho dejó de respirar, pero sentía los latidos de su corazón en las viejas sienes nevadas, como el blanco que, a veces, caía sobre las montañas que se alzaban orgullosas al Sur. Detuvo la marcha unos instantes, tan breves que ni pusieron los fardos que portaban sobre el suelo.
Poco más tarde estaba en las puertas del dolmen. Era, en verdad, impresionante. Si el interior era como le dijeron, como veía que era el exterior, ciertamente pasarían generaciones hasta volver a contemplar algo parecido.
Exhausto oía las explicaciones del hombre que hizo materializarse aquel sueño imposible. Seguía con la vista la mano que señalaba las grandes piedras de la entrada, apenas sin pestañear. Tomando una antorcha que no era otra cosa más que una rama de pino coronada con dos piñas prendidas, le invitó a seguirlo.
—Tú, que eres la unión viva de los clanes al que la Gran Madre Tierra te honró dando tu rostro a la montaña, descansarás eternamente en la contemplación de ella. ¡Ven! ¡Sígueme!
En un silencio tan solo roto por la voz de constructor, oyeron su explicación:
—Tiene tres partes. En la entrada, algo más ancha que el corredor, podrán rendirte tributo los descendientes de tus descendientes. Tras ella, un pasillo lleva a la cámara donde reposarás y te reunirás con los espíritus de tus ancestros, donde celebraréis el solsticio del estío, pues su luz llegará su entrada misma en el amanecer de ese día.
Aunque el poblado del clan no se encontraba lejos, prefirió pasar allí, junto a la que sería su morada definitiva, la que presentía su última noche. Para cuando ésta cerró, los hombres de la partida ya se habían acomodado al amor de una hoguera sobre la que crepitaban un par de conejos ensartados. Por lo general, las risas que provocaban el narrar las anécdotas del día inundaban el espacio. Aquella noche estaban silentes, pendientes de las palabras de su jefe, atentos a sus gestos, tristes.
—Ya me siento cansado, tan cansado que estoy convencido del vaticinio de nuestro chamán. Hoy, quizá mi última noche con vosotros, bajo las estrellas que siempre nos guiaron, tan solo quiero deciros dos cosas. A mi partida, Piernas Largas será mi sucesor como jefe del clan; es el más hábil cazador de entre vosotros y respeta como yo las viejas costumbres —dijo el jefe, reforzando sus palabras al colocar su mano sobre el hombro de Piernas Largas, que bajó humilde la cabeza—. Y a ti te encargo que, cuando llevéis mi cuerpo a la cámara, escondas esta hacha donde nadie pueda encontrarla. Era el hacha de mi padre, y del padre de mi padre y se remonta en mi linaje hasta donde la memoria muere. Como no dejo hijo varón, que me acompañe eternamente.
Al amanecer, el viejo jefe no despertó. Prepararon su cuerpo con un collar de conchas, sus brazaletes y pulseras; lo envolvieron en las mejores pieles y llevaron en silencio al interior de la cámara, dejándolo con el resto de cosas que necesitaría: unos cuchillos de sílex, su presionador y su punzón, su piedra del rayo, la comida y unos cuencos de arcilla. Al salir, Piernas Largas cerraba la comitiva. En sus manos el hacha del jefe reflejó la luz de la entrada. Le dedicó una última mirada, una oración quizá y, solos él y el espíritu de su viejo amigo, la deslizó entre dos de las grandes piedras que formaban el corredor, donde pasaría desapercibida eternamente. O eso creía.
Juan Alberto Cabello Hernández
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