Era día de mercado, los comerciantes habían bajado de las montañas, mostraban desde los delicados telares a olorosas frutas, carnes y pescados. Tello, andaba con dos amigos bebiendo en la plaza, cuando por la embocadura del callejón surgió un palanquín, sobre su asiento azul de seda, una dama, joven y bella como flor recién nacida, paseada por cuatro musculosos porteadores, al lado dos doncellas, una de ellas mayor, su nodriza, miraba a un lado y a otro temerosa que se robara esta inigualable joya. Tello quedó deslumbrado, le pareció una diosa, jamás había visto una belleza tan celestial. Cupido tiene sus tretas. Él se acercó, la vio bajar, la contempló despacio: tez morena con lunar de ámbar entre sus ojos, ojos negros como la noche, cabello largo azabache recogido en cordón de perlas, su boca, sus labios. Bajó apoyada en el brazo de su nodriza y la vio, grácil gacela, de talle estrecho y anchas caderas, al caminar danzaba su vestido, pañuelos vaporosos en movimientos rítmicos. Se detuvo muy cerca de él, ¿podría ella escuchar su respiración agitada?, él lo sabía, presentía que lo había visto, que no era fortuito mirar la mercancía donde él estaba. Le quiso hablar, pero enmudeció, sonrió y sus mejillas tímidas se enrojecieron, ella hábil, le dejó caer un pañuelo blanco, con un papel dentro. La nodriza tiró de su brazo, se la llevó, mientras la reprendía:
—¡Vamos, vamos!, ¡Qué desgracia, niña! Que habiendo mozalbetes fieles al todopoderoso Alá, de pieles como canela, quieras ofrecer tus encantos a un blanco de harina.
—Déjame nodriza, que el corazón es libre, caprichoso, no tiene reglas.
Tello, cautivado, fue tras ellas y recogió el pañuelo que apretó en su pecho. La comitiva cruzó unas verjas terminadas en corazones de lanza, tras las cuales se mostraba un majestuoso palacete de ventanas con gruesos postigos y rejas, puertas de ébano custodiadas por aldabas de bronce. Unos muros cubiertos con setos protegían todo ello, tras los mismos aparecían las copas de frondosos árboles frutales y flores exóticas.
—Dime, Adil, mi fiel criado, tú que sabes de vuestras mujeres árabes, ¿qué significa este pañuelo blanco y este papel sin letras, con estos dibujos: tres lunas y un candil?
—Señor Tello, tranquilizaos, vuestro amor es correspondido, la dama os ama. Las tres lunas, son las tres noches que debéis esperar para el encuentro en su jardín, buscad allí un candil encendido, quedaros junto a él y ella acudirá a vuestro lado.
Llegada la noche. Saltó las verjas, cruzó el jardín y quedóse junto al candil, las horas transcurrían lentas, muy lentas, la mecha se iba agotando. Oyó el crujir de una rama y tras un naranjo cargado de azahar estaba ella, seductora como las huríes del paraíso.
Se miraron. Por fin ella habló:
—Os amo desde hace tiempo. Os he contemplado muchas veces desde mi ventana. Mi padre es virtuoso, benevolente, soy la luna de sus ojos, pero no podré ablandar su corazón para que me entregue a vos, en siete días quiere desposarme con otro hombre.
—No podré estar sin vos, mi hombría es vuestra, mi corazón os pertenece —repetía él acariciando sus finos dedos, sus cabellos, sus labios.
Antes que el gallo cante, huyen los dos jóvenes enamorados, dos caballos árabes le llevan a las montañas, allí a la cima donde el horizonte se mezcla con las nubes, allí en la cima son uno, ¿o son dos?, allí donde las diferencias no existen, no separan, se complementan. Allí, él la contempla, el rubor de sus mejillas, la inocencia de ave perdida, besa su boca solícita, el vaivén de sus lenguas se buscan, las salivas dulces les embriagan como vapores del vino. El la desnuda, deja caer sus velos, sonríe, cuenta jocoso los lunares de su cuerpo, chupa, mima su mayor lunar: su pezón rosado en la redonda areola. Ella desabrocha su guerrera, arranca los galones, retira el cinto y mete sus manos, hurga, sonríe y juega. Como serpientes se deslizan cuerpo sobre cuerpo, enroscan sus piernas, él descubre su vulva esponjosa, ella su miembro erecto, lo acoge, encierra en fricción acompasada, se acoplan lentos, a galope o a intervalos detenidos tántricos, para seguir luego retardando el paraíso. Calmados, rendidos de placer reían gloriosos, los cuerpos juntos, las miradas transparentes. Noche estrellada, luminosa, el ulular del búho, el croar de rana, el susurro de ellos. Noche de amado con amada.
Al alba se escuchan caballos, retumban en la tierra. Se visten nerviosos, amordazan los cascos de los suyos y huye. La escolta, los guardias del padre, les buscan, hombres sin escrúpulos pagados, han de llevar a ella amarrada por las manos y arrastrada por la tierra y a él le han de matar. Huyen. La fogata aún está caliente, los sabuesos no se detienen. Él y ella galopan rápidos, muy rápidos, pero los hombres les van alcanzando. Un arquero dispara una flecha, le hiere a él en el hombro, pero continúan la carrera, furiosos, ansiosos de libertad. En la maraña del bosque, los caballos ya no son útiles, descabalgan, desmarañan ramas, saltan troncos caídos, buscan una guarida, pero no la encuentran, el capitán de la guardia la agarra brutalmente del pelo, ella se defiende como fiera, y ¡se escapa de esos brazos de hierro!, ¡se escapa! corre hacia el filo del abismo, él también lucha, dos hombres le reducen, le tiran a la tierra, le dan patadas en la cara, les insultan, les ofenden, a ella la llaman ramera, a él asqueroso cristiano, malnacido y...los gritos, los gritos, inundan el aire. Allá sobre la roca, ella mira a su amado, llora de rabia, grita a la guardia:
—Ruego el perdón de mi padre virtuoso y el de Alá. Abre los brazos y se lanza al precipicio, un ruido mortal suena en las rocas, el eco expande los sonidos de su cuerpo despedazado, un revuelo de aves se agita. La guardia queda sorprendida, Tello, se arranca las cuerdas con un poder sobrenatural y llora también y corre, corre a reunirse con ella en el vacío.
No hay amarras que separen a los enamorados, el amor es torrente, es lava escurridiza, solo la muerte lo sepulta.
Inmaculada Morales del Río
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