Fue en una gasolinera a la salida del peaje cuando me abordó. Me preguntó si iba a Ronda y sin darse un respiro dijo a continuación algo de una avería de su coche. Desde mi asiento no la veía bien y la forma tan atropellada de hablar me hizo pensar que se había metido alguna raya de coca. Salí del coche antes de que entrara ella y fue entonces cuando teniéndola enfrente descubrí que esa mujer era mucho más guapa de lo que parecía en un principio, aunque no había nada especialmente atractivo en su cara, sino su misma cara en conjunto. Unos ojos grandes, pero corrientes; una nariz pequeña, pero corriente; una boca bien dibujada, pero corriente; y una melena castaña que hacía de todo ello un conjunto admirable.
Me dijo que quería llegar a Faraján y que yo tendría que pasar por allí si quería subir a Ronda. Esa fue su primera mentira, y quizás la última. Yo no tenía destino, solo conducir en esa tarde que llovía como si el cielo desahogase sus penas. Los primeros kilómetros los hicimos en silencio, aparentando un desinterés que parecía falso. Cuando el silencio se hizo incómodo le pregunté qué iba a hacer allí y me dijo que ese había sido su pueblo durante sus primeros años y que hacía treinta que no volvía por allí.
Le advertí que esos viajes guiados por la nostalgia suelen decepcionar y dejar un mal sabor de boca.
—No tengo buenos recuerdos del pueblo —me dijo—. Si acaso de las noches de feria con sus verbenas con sabor a pepito de ternera y quinto de cerveza, su orquesta de pueblo con guirnaldas, luces de colores y besos detrás de la tómbola. A parte de esto solo reproches, insultos y gritos, y cuando los rumores eran ya como un gas que corría a ras de suelo por las calles del pueblo, con mi embarazo a cuestas salí de allí sin volver la vista atrás. Y hasta ahora, y no me ha ido mal.
Como soy malo repartiendo consuelos, me pareció oportuno colocar una de mis frases supuestamente ingeniosas y elegí, “la memoria no es un buen banco de datos”, pero ella seguía hablando.
—Ya no queda nada de esa chica de pueblo, aunque no fue fácil al principio y tuve que escoger la única puerta de una mala escapatoria. Pero he salido adelante, aunque tenga que asumir que la buena fama para mí no es un artículo de primera necesidad y que la fidelidad es tan imposible como encerrar una voluta de humo en una jaula.
»Vengo a este pueblo como una venganza, a constatar lo mucho que yo he mejorado y en lo poco que el pueblo se ha quedado. A pararme en la plaza y a mirar a todos por encima del hombro. A lanzar mis rencores por sus callejas estrechas y empinadas y, sobre todo, a cerrar de un empujón como a cajón que no cierra una etapa de mi vida.
Estábamos ya circulando por las primeras calles de Faraján, había dejado de llover y las casas presentaban un aspecto plomizo y deslucido.
—Eso que ves allí es el Ayuntamiento y a su derecha la iglesia del Rosario con su torrecita que llaman de Federiquito Sierra, que fue la familia que pagó su reparación —me contó con un tono de voz neutro—. Al doblar esa esquina estaba mi casa y el bar de mi padre —dijo quebrándosele la voz.
Y descubrí que la mujer que se sentaba a mi lado se hacía cada vez más pequeña, hundida en el asiento y en silencio estaba sintiendo que el pasado volvía una vez más a patear el presente y volvía a sentir los mordiscos de otra época. Fue entonces cuando la reconocí como un igual, como otro habitante del valle de los avasallados y oí que me decía en un susurro «Sácame de aquí, por favor».
Salimos del pueblo y paramos para repostar coraje en el primer bar de la carretera. Me dijo que había sido muy amable con ella y creí entender que me estaba ofreciendo algún tipo de recompensa. Pero yo soy un mal cazador de presas heridas y le hice ver que lo que nos unía era ese tipo de amistad circunstancial que solo se sostiene por la coincidencia espacio-tiempo y cuando desaparece uno de ellos la relación se evapora. Unos perfectos amigos ocasionales de los que no conocemos el nombre.
Cuando hubimos recuperado la entereza suficiente, continuamos camino hasta donde estaba su coche. En el momento de la despedida ella me sorprendió dándome un beso en la punta de la nariz, otro en la barbilla y diciéndome:
—Si hay un tercero me lo tendrás que dar tú. —Le sonreí y me entregó un papel con el teléfono—. Por si te parece bien que nos conozcamos mejor.
Y desapareció. Aún conservo ese papel, recuerdo de esa noche en la que me dio pereza zambullirme en los trajines de la carne con la farajeña. Además, sé bien que era ese tipo de mujeres que siempre dejan un reguero de pólvora en las sábanas.
JOKIN abril 22
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