Desde hacía algunos años no se quitaba de la cabeza la idea de volver a visitar el pueblo de sus abuelos. Allí pasó los mejores veranos de su infancia y adolescencia. Aunque ciertamente le retenían mil obligaciones en la ciudad que le habían hecho posponer el viaje más de una vez, en el fondo, lo que le paraba era el miedo: miedo a que la realidad le jugara una mala pasada y que lo que él identificaba como el paraíso, fuera una ciudad turística más en la Costa del Sol. La canción dice que veinte años no es nada…, aunque cincuenta ya empezaba a ser mucho tiempo.
Pero ya no había marcha atrás. El avión procedente de Düsseldorf acababa de aterrizar en el aeropuerto de Málaga y ahora iba camino de Fuengirola. Pensó en elegir como alojamiento el hotel Las Pirámides, que estaba recién construido cuando estuvo por última vez. Al final se decidió por el hotel El Puerto porque le sonaba más céntrico. Desde el balcón de su habitación se veía la hermosa playa y, a lo lejos, el castillo reconstruido y en mucho mejor estado que como lo dejó.
Bajó a la calle decidido a pasear por el centro. Hacía una mañana de abril preciosa, con un sol y un cielo azul resplandeciente, el mismo sol y el mismo azul que, sin saberlo, había echado tanto de menos durante todos estos años. Al momento, le invadió una sensación de dejà vu y se vio en el cine de verano que había por detrás del hotel. Junto a él estaba aquella chica tan linda, con su vestido de flores. Él acababa de cumplir los quince años y era la primera vez que salía a solas con ella y no con toda la pandilla. Habían tomado un helado en Verdú y cuando intentó cogerle la mano ella lo rechazó y riendo dijo:
—¡Quita, que estás pegajoso!
Luego se fueron a la playa corriendo: era la fiesta del Carmen y en los Boliches los marineros paseaban en barca a su virgen. No llegaron hasta allí porque después del Stella Maris estaba el río y ya no había más casas. Les dio miedo ir más allá de noche y sin saber ni por dónde pisaban. Desde lejos vieron los fuegos artificiales. Ella se emocionó muchísimo. Se había subido sobre unas piedras y él la sostenía por la cintura. Cuando todo acabó, se volvió y lo besó en los labios.
Ahora estaba todo urbanizado y aquel cine había desaparecido. Tampoco existía ya el bar El Casino, adosado a la parte de atrás de la iglesia de la Virgen del Rosario. Y el mercado era en la actualidad el edificio de correos. Le alegró comprobar que el árbol de las pelotillas seguía presidiendo la plaza con su copa más frondosa que nunca.
Visitó la casa de sus abuelos y deambuló por las calles de sus veraneos infantiles. A cada paso le sorprendían imágenes y recuerdos cada vez más nítidos. Se emocionó como no pensó que lo haría. Luego regresó a la plaza de la iglesia. Buscó para sentarse un banco a la sombra. Necesitaba descansar y ordenar sus emociones. Todos estaban ocupados y había muchos extranjeros pululando de acá para allá. En uno de ellos una señora mayor cuidaba de su nieta que jugaba con las palomas. Le pidió permiso para sentarse allí. Entonces ella lo miró, abrió mucho los ojos y dijo:
—¿Paco?
Y él volvió a ser el adolescente tímido de hacía cincuenta años y con un hilo de voz contestó:
—¿Carmen?
Tenía de nuevo ante sí a la muchacha morena, de pelo ondulado que tantas veces había habitado sus sueños. Ella le miraba con el asombro dibujado en sus ojos y una amplia sonrisa dibujada en sus labios. ¡Qué tonto había sido al tardar tanto en volver! Fuengirola no le había decepcionado. Nunca lo haría.
Reyes Serralvo
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